La élite

9.

Stef

—Espera —Dima rascó el fondo del vaso con un palito de madera, intentando recoger los restos de helado—. ¿Me estás diciendo que destrozaste el coche de Solyar y que no te pasó absolutamente nada?

—¿Cómo que “nada”? ¡¿Tú acaso me escuchaste?! —me indigné—. ¡Me besó! Y eso… eso es lo más asqueroso que se le pudo ocurrir. Todavía tengo ganas de enjuagarme la boca con antiséptico.

—¿Temes que te haya quedado veneno? —sonrió, para inmediatamente torcer el gesto de dolor.

—No es gracioso. No entiendes lo humillante que fue.

—Claro, a mí nunca me han castigado con un beso —sus ojos brillaron con una idea absurda—. Quizá debería destrozarle algo a alguna guapa. A ver si se enfada tanto que, en vez de besarme… decide acostarse conmigo.

—¿Te has visto? En tu caso solo funcionaría apelar a la lástima.

—Así no tiene gracia —suspiró—. Aun así, Stef, lo tuyo fue una locura…

—Para nada. ¡No podía quedarme de brazos cruzados después de lo que te hicieron!

Dima cerró la puerta de su habitación aprisa, para que sus padres no oyeran.

—Pero, Stef… Yo, en su momento, no me vengué por ti. Sabía lo que pasó, pero no hice nada…

Puse los ojos en blanco. Otra vez su sentimiento de culpa. Agotador.

—No tenías por qué vengarte. Y además… No es lo mismo.

—Explícame la diferencia.

—No puedo —confesé.

Dima me miró fijamente.

—Si no te conociera, pensaría que buscas cualquier excusa para enfrentarte a Solyar.

—Disparate. Preferiría no verlo nunca más.

—Y, sin embargo, todo lo que haces te lleva directo a él.

Qué comentarios tan infantiles…

Me incorporé y me estiré.

—Tengo que irme. Mi guardaespaldas ya debe estar harto de esperar.

—Eh, ¿estás enfadada?

—¡No! No inventes. Solo quiero evitar problemas con mi padre.

—Y otra vez tus actos dicen lo contrario. Te encanta romper las reglas. Igual que a Solyar, por cierto.

—Cállate.

Dima levantó las manos, rindiéndose. Me abrazó y me acompañó hasta la puerta.

Las conversaciones sobre los Solyar me persiguieron incluso en casa. Lo primero que escuché al entrar al salón fue ese apellido. Como si ya no existieran otros temas en el mundo.

—¡Stefania! —me llamó mi padre, saliendo a mi encuentro. Tenía un cigarrillo en los dientes, lo que significaba mal humor. Solo fumaba dentro de casa cuando estaba realmente alterado.

Me dio miedo. Si vuelven a comenzar las lecciones sobre mi mala conducta y mi nombre manchado, no lo soportaré.

—Aquí estoy… —susurré, intentando escabullirme.

—Tengo una reunión con mis colegas. Haz el favor de no hacer ruido.

Suspiré aliviada. Solo entonces vi a tres hombres más sentados en la mesa de su despacho.

—Claro, papá.

Yo jamás hacía ruido. Normalmente pasaba el día encerrada en mi habitación y bajaba solo para cenar. Pero él necesitaba aparentar que me “educaba”, así que tenía que hacer el numerito delante de otros.

Se giró para volver a la reunión. Y yo… Yo de verdad quería subir a mi cuarto, pero la curiosidad me corroía. Si el culpable de su mal humor era el señor Solyar, necesitaba saber más.

Me acerqué a la puerta y presté atención. Al principio solo hablaban de terrenos, del tipo de cambio, de documentos… todo se mezclaba en un flujo aburrido e inútil. Cuando ya perdía las esperanzas, por fin escuché palabras claras:

—Si eliminamos a Solyar de la ecuación, no quedarán competidores. Hay que movernos antes de que llegue a ese lote.

—Puede que ya haya llegado.

—No. Ahora tiene otros problemas.

—¿Sabes algo? —reconocí la voz de mi padre.

—Bueno… tengo algunas fuentes. Se rumorea que está lleno de líos personales. No lo ha hecho público, pero hay señales…

—¡Ya suéltalo! No te pago para que hables en acertijos.

El hombre carraspeó.

—Solyar echó a su hijo de casa, y él mismo está sumido en una borrachera terrible. Su esposa… o lo que sea… llamó a los médicos hace unos días porque el viejo casi estira la pata.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Así que por eso Nick perdió los estribos. Por un segundo incluso me dio lástima. Solo un segundo, hasta que el dolor en mi pierna me recordó por qué casi terminé inválida.

—Quién lo diría —rió mi padre, satisfecho—. La ayuda llegó de donde menos la esperábamos.

Entendí enseguida que hablaba de mí.

De pronto alguien tocó mi hombro. Casi me dio un ataque.

—No es bonito escuchar detrás de las puertas —dijo Margot, inclinándose sobre mí.

—No estaba escuchando, yo solo…

—Estabas pegada a la cerradura del despacho. Literalmente.

Intenté inventar una excusa, pero recordé que no tenía ninguna obligación de justificarse ante la madrastra.

—Y si así fuera. No es asunto tuyo.

—Qué grosera. ¿Tu madre no te enseñó a hablar con tus mayores?

—Parece que no. ¿Quieres encargarte tú de mi educación?

—No tengo tiempo para esas tonterías.

—Cierto. Olvidaba lo ocupadísima que eres… Pero si alguna vez encuentras un hueco entre tus maratones de salón de belleza y tus compras, estaré encantada de escuchar tus consejos.

—Por cierto, a ti tampoco te vendría mal ir a un salón.

—Cuando empiece a convertirme en una rana vieja y arrugada, tomaré tu consejo sin falta.

Mientras Margot recogía la mandíbula del suelo, yo ya estaba huyendo. De acuerdo, tampoco es tan vieja. Incluso sería agradable si no fuera por el exceso de bótox. Pero no puedo evitarlo: esta mujer ocupa el lugar de mi madre. Con mamá todo habría sido distinto…




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