La élite

9.1

Tras los últimos acontecimientos, terminé de convencerme de que las amenazas de Nick sobre mi expulsión no eran más que palabras vacías. Resulta que la dirección de la universidad no tenía demasiadas ganas de bailar al son de su flauta, y él mismo no tenía suficiente poder sobre mí como para hacerme sentir miserable dentro de estas paredes.

Pasaron dos días sin vernos. Y disfruté cada minuto de esa distancia. Solo algunos chismes sueltos y murmullos a mis espaldas me recordaban nuestro conflicto y me mantenían en guardia. Con el tiempo, todo se llenó de detalles inventados dignos de la peor prensa amarilla. Así me enteré, por ejemplo, que en realidad me lancé al cuello de Nick durante toda la fiesta, y que mentí sobre su madrastra para vengarme porque me rechazó. También, que el accidente nunca ocurrió: todo fue un montaje publicitario para beneficiar la imagen de mi padre. Y que las drogas en mi sangre eran “algo normal”, porque supuestamente yo ya había ido drogada a clases varias veces. Cuanto más escuchaba, más surrealista se volvía todo.

Pero qué le vamos a hacer… Si ese es el precio por obtener la mejor educación del país, estoy dispuesta a pagarlo. Que digan lo que quieran. Tarde o temprano me graduaré, conseguiré trabajo y me iré bien lejos.

La última clase fue increíblemente aburrida. Ni siquiera mi motivación por el conocimiento logró que las teorías cosmológicas me resultaran interesantes. ¿A quién le importa lo que pensaban unos filósofos muertos sobre el universo, si su mundo ya colapsó hace siglos?

Parecía que aquella tortura nunca acabaría. Los chicos del fondo se durmieron, las chicas estaban pegadas al móvil, y el profesor medio cabeceaba frente al televisor, donde pasaban un documental. Yo no podía apartar la vista del reloj de pared, que marcaba que la clase debía haber terminado hacía ya diez minutos.

De repente, toda la monotonía se esfumó. Las puertas del aula se abrieron de golpe, con tanta fuerza que la manija golpeó la pared y desprendió un pedazo de yeso. Entró, en persona, su majestad: Dominik Solyar. Se detuvo junto a la pizarra y nos escaneó a todos con la mirada. Parecía un lobo entrando en un corral de ovejas. Y, claro, yo era la más suculenta.

—¡Joven! ¿Qué se cree que está haciendo? —el profesor se sobresaltó.

—Vigile la hora. Su clase ya acabó hace rato —le respondió Nick con desdén.

—Oh, pues… es cierto —dijo el hombre, mirando el reloj—. Entonces, veremos el resto del documental en la próxima sesión. Gracias por su atención.

Pese al anuncio oficial de libertad, solo unos pocos abandonaron el aula tras el profesor. Los demás se quedaron, esperando ser testigos de algo jugoso, mejor aún si era escandaloso.

Empecé a guardar mis cosas con la esperanza de que Nick no viniera a por mí. Pero al alzar la vista, comprendí que sí, que era exactamente a mí a quien buscaba.

—¡Skadovska! —gritó, plantándose sobre mí como una tormenta—. Esto es para ti. Léelo.

Puso una carpeta en mi mesa.

—¿Qué es esto?

—El presupuesto de la reparación, cortesía del taller. Está todo detallado, con la suma final al final.

Tomé los papeles. No me interesaban sus pérdidas. De todas formas, no pensaba pagarle un centavo. Así que arrugué el documento y lo lancé hacia el cesto de basura.

—¿Algo más?

Nick se encendió. Su sistema nervioso estaba incluso más colapsado que el mío.

—¡Necesito mi coche! —golpeó la mesa con el puño, acaparando toda la atención.

A duras penas me contuve de gritar. Por un momento pensé que el siguiente golpe iría directo a mí.

—Pues arréglalo tú mismo. Tus problemas no me importan.

Se quedó en silencio. Apretó los dientes, y me miró con tanta intensidad que me sentí desnuda. Incómoda. Vulnerable. Como si quisiera esconderme, taparme, pedir ayuda.

—Sabía que dirías eso —susurró, acercándose—. Por eso ya preparé tu castigo.

¡Cualquier cosa menos otro beso! Todavía me da vergüenza recordar esas sensaciones: mi cerebro quería matarlo, pero mi cuerpo pedía más. Tal vez Dima tiene razón… ya es hora de conseguirme un novio.

—Mucho esfuerzo para una humilde servidora…

—Subestimas tu importancia en mi vida, Stef. No me pesa esforzarme por ti.

—¿Y qué se te ocurrió esta vez?

Sonrió con superioridad. Subió un escalón, poniéndose bien visible para todos.

—¡Escuchad, todos! —como si no lo estuvieran ya—. Desde hoy, queda terminantemente prohibido tener cualquier contacto con esta chica. Si me entero de que alguien le dice “hola”, lo reviento. Si alguien se sienta junto a ella, lo reviento. Ni una palabra, ni una llamada, ni un mensaje. Está en vuestra lista negra. Para vosotros, no existe. ¿Entendido?

Nadie dijo nada. Solo se miraban entre sí.

—¡He dicho si está claro!

Las chicas que estaban cerca de mí asintieron.

—Tengo ojos en todas partes. Si alguno rompe esta norma, se arrepentirá.

Me costó no reírme. Con esfuerzo titánico esperé a que terminara su lista de prohibiciones que buscaban convertirme en una paria.

—Pronto estarás llorando de soledad —me dijo antes de girarse, satisfecho con su “triunfo”.

Qué ingenuo.

—¡Nick! —agarré mi mochila y lo alcancé justo en la puerta—. ¡Espera!

Se detuvo.

—¿Acaso Stefania Skadovska se dio cuenta de la mierda en la que se metió?

Decidí no andar con rodeos. Costó un poco, pero me tragué el orgullo. Me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla.

—Gracias. Al fin cerrarán la boca. —Para mayor efecto, lo abracé—. Muy amable de tu parte.




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