Stef
Nadie podía entrar a mi cuarto sin que yo lo supiera. Era la única regla que logré imponer en esta casa —y me sentía orgullosa de ello. Pero ese día, mi padre la rompió por primera vez: irrumpió en mi habitación como si hubiera pasado algo urgente.
—Stef, encontraron al conductor que causó el accidente —dijo con un dejo de decepción—. Ya está en la comisaría.
¡Por fin! Me parecía que ese desgraciado nunca pagaría por lo que hizo.
—¿Y quién fue? —pregunté.
—Un local, borracho —respondió. —Ya admitió su culpa completamente. Está dispuesto a pagar por sus actos.
—¿Lo meterán preso?
—Sí.
Asentí satisfecha.
—Y otra cosa… —añadió—. Parece que no hubo intento de ataque contra ti. Quería disculparme por la precaución excesiva. A partir de hoy puedes moverte por la ciudad sin escolta.
—¿En serio? —No lo creía. Primero una disculpa, luego quita la custodia. Algo raro pasaba con mi padre. Mis observaciones me decían que su humor dependía del caos que tuviera Solyar: cuanto más problemas él, más sonriente estaba papá. En cambio, cuando él estaba bien… — ¿Ya no necesito vigilancia constante?
—Eso no quiere decir que bajes la guardia. Tienes el número de Alexander. Si necesitas ayuda, él vendrá enseguida.
—Es buena persona —dije.
Mi padre puso los ojos en blanco.
—Él solo hace su trabajo. Nadie te cuida sin recibir una buena paga.
—Ni tú —murmuré.
—¿Qué dijiste?
—Nada. Gracias por la noticia.
Asintió, vaciló un segundo como si quisiera decir algo más, pero cambió de idea, cerró la puerta y se fue.
Sentí la libertad como un soplo recién llegado. Por fin nadie controlaría cada uno de mis pasos. Decidí aprovecharlo. Que papá no cambiara de opinión. Agarré mi chaqueta y, marcando el número de Dima, bajé corriendo las escaleras:
—Te vendría bien un paseo —le dije por teléfono—. Aire fresco ayuda con los moretones.
—¿Aire fresco en la ciudad? No sé… —respondió con su voz ronca—. Tengo la sensación de que la banda de Solyar anda rondando mi portal.
—Qué tontería. No hay nadie.
—¿Estás segura de eso?
Buena pregunta. En ese momento convine que sí, estaba segura —y corté.
—Eres un cobarde —dije en voz baja para mí misma. —
—Si no vienes conmigo, voy sola —respondí sin miramientos.
—¿Y qué pasa si me matan?
—Te espero en el parque central —me despedí alegre. — En la fuente.
Ni siquiera recuerdo la última vez que disfruté de un paseo sin rumbo por un parque al atardecer. Más bien dedicaba mis fines de semana a películas o libros. A veces ayudaba a Eva a limpiar, para sentirme útil, pero en general me refugio en mi caparazón.
—Me siento rara —se quejaba Dima, colocándose el capuchón. — Siento que me miran todos.
—Quizás exageras —sonreí—. O te pusiste demasiado corrector. ¿Te lo enseñó tu mamá?
—Es BB-cream para hombres —frunció el ceño.
—¿Eso existe?
—Imagínate.
Ya no era la primera vez que pensaba que Dima entendía más de cosmética que yo.
Nos sentamos en un banco bajo un viejo roble. Él se extendió como si estuviera en su cama.
— ¿Te sientes cómodo? —le di un empujón para enderezarlo.
—Sí... —respondió con desgano—. Podría comer algo… No veo esa comida que prometiste —miró con reproche. — Mi estómago ruge.
—¿Cómo puedes comer tanto y seguir flaco? —reí.
—Todas las calorías las convierto en energía sexual —se encogió de hombros. — ¿No la sientes?
—Siento que es imposible alimentarte —contesté —---
No tenía escapatoria. Prometí la comida, así que fui hasta el puesto de perritos calientes. Si iba a empezar con sus antojos...
—Podemos comer ahí —señalé con el dedo—.
—No. —rechazó.
—¿Por qué no? —pregunté.
—Allí hay chicas. No quiero que alumbre mi ojo morado con ese farol —respondió.
—¡Por favor! A ellas les da igual.
Dima rodó los ojos.
—¿Ves este cuerpo divino? —hizo un gesto con las manos por sobre su torso—. Nadie puede ignorarlo.
Me dio la risa.
—Vale, Adonis. Quédate ahí. Ya vuelvo —dije, poniéndome de pie.
—Quiero doble salchicha —le grité entre risas mientras me alejaba—. ¡Y pon todos los salsas!
—Claro —contesté mientras me dirigía al puesto.
Me puse en la fila. Había unas cuantas personas, así que tuve tiempo de ver la carta. No planeaba comer —Eva quería preparar una cena especial esta noche. Siempre terminaba saliendo algo rara, cara y sosa, pero me esforzaba por fingir que disfrutaba. Si me atiborraba con un perrito caliente, no iba a poder pretender placer frente a su cocina.
Pedí un capuchino de coco.
—Tu talento para buscar problemas roza lo absurdo —susurró una voz en mi oído.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Giré la cabeza lentamente, esperando que hubiera imaginado. Pero no. Allí estaba él, detrás de mí, con una sonrisa de haber ganado la lotería.