LIAM
Estaba a punto de dar media vuelta y regresar a mi auto. No era la primera vez que me miraba envuelto en una situación como esta. Lo había hecho ya dos veces antes, luego de que mi tía Beth me obligara a asistir a otras de esas malditas citas arregladas, que ella misma organizó.
No me importaba si era la hija de una de sus amigas de toda la vida, eso había dicho ella, o si era una viuda joven millonaria buscando rehacer su vida. La verdad, todo aquello me parecía una pérdida de tiempo.
Pero por esta vez, cuando crucé la puerta del restaurante y me adentré en el salón, una vista de tono rojo llamó mi atención.
No era el vestido que llevaba puesto, aunque también le lucia radiante, definitivamente cumplía su propósito. Era su cabello rojizo cayendo en ondas sobre sus hombros, sus cejas en un gesto fruncido y esos labios rojizos que murmuraban en voz baja mientras intentaba pronunciar el francés como si estuvieran enfrentando un examen oral.
Pero lo que más me sorprendió, fueron esos ojos verdes y grandes, sorprendidos o asustados, que me quedé viendo más de la cuenta.
Y maldita sea si no se veían aún más bonitos con esa expresión.
Me acerqué sin pensar hasta quedar demasiado cerca, casi con el impulso de un hombre que no se dejaba llevar por impulsos. Al menos no me sucedía desde hacía años.
—No es ninguna clase de maricos, si es eso lo que quisiste decir con esa referencia. Es hígado de pato con trufas blancas, bastante exclusivo. Y estoy seguro de que ya no respira ni siquiera fuera del agua. Es muy probable que no lo haga desde hace horas.
Ella alzó la vista con un respingo, claramente sorprendida. Me miró con ojos tan grandes como platos y durante un segundo pareció que iba a levantarse y correr. Pero se recompuso rápido.
—¿Grace? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
Se tomó su tiempo para responder, hasta que finalmente lo hizo:
—Sí. —Noté un tono inseguro en su voz, pero era lo suficientemente firme como para confirmarlo.
Asentí y extendí la mano.
—Soy el hombre al que estabas esperando. Liam.
Vi cómo tragaba saliva antes de estrecharme la mano. Después de eso me senté frente a ella, del otro lado de la mesa. El menú estaba abierto sobre la mesa, pero ella ya no lo miraba, su vista estaba fija en la ventana que teníamos a lado. De hecho, parecía más preocupada por doblar una esquina de la carpeta como si eso fuera lo único que la mantenía cuerda.
—¿Nerviosa? —solté sin rodeos, solía ser siempre así.
Saltó ligeramente abriendo de nuevo sus ojos como lo hizo al inicio. Supongo que no esperaba que fuera tan directo, me di cuenta en su rostro y en sus movimientos. No sé porqué, pero me encanto ver esa reacción suya. La gente nunca esperaba que hablara tan rápido o fuera claro con todos. Creían que por llevar una bata blanca y un apellido británico siempre mantenía un protocolo a todos lados donde iba, y que por ser un médico tenia una actitud sobria y hostil.
Admitía que sí lo era, sin embargo, fuera del hospital, mi personalidad era otra, una relajada y algo empática.
—No —mintió con una sonrisa que no llegó a sus ojos.
Era una mentira burda, pero no se la eché en cara. Solo la observé en silencio, midiendo cada movimiento suyo. Desde cómo evitaba mi mirada, hasta cómo se mordía el labio inferior sin darse cuenta. Aquello hizo que mi cuerpo reaccionara de inmediato.
Genial. Ni siquiera habíamos pedido la comida y ya tenía que ajustar mi postura para ocultar una semi erección. Eso no me pasaba desde los veinte años. Si era extraño para un hombre de casi treinta y cinco años que eso le pasara, más a alguien como yo.
No era como si tuviera sexo todos los días, de hecho llevaba meses sin practicarlo con ninguna mujer. Y no era porque no hubiera mujeres que se hayan ofrecido, sobraban, pero mi tiempo nunca lo hacía, ese si era escaso, y demasiado para decir verdad.
En ese instante, un mesero se paró a nuestro lado y preguntó si estábamos listos para ordenar, tuve que responder por ambos porque no hubo respuesta por parte de ella.
—Sí. Pero primero tomé la petición de la dama —señalé en dirección a hacia Grace, sin quitar la vista de ella.
El mesero se volvió hacia su lado. Ella dudó un momento, se tomó su tiempo y con una voz casi inaudible:
—Solo un vaso con agua, por favor.
Eso sorprendió al mesero. Y por supuesto a mí también.
Fruncí el ceño y levanté una mano.
—Traiga una botella de Romanée-Conti Grand Cru. También el vaso con agua.
Ella finalmente me vio a los ojos.
—No puedo beber alcohol.
Algo me decía que ella estaba mintiendo. Y yo odiaba eso.
El mesero se quedó esperando, así que me apresure para despacharlo rápido.
—También tráiganos dos platos de Filet de boeuf au vin rouge, con ensalada tibia de rúcula y reducción balsámica. Eso es todo por ahora, puede retirarse.
Cuando se fue, me quedé observándola unos segundos más. No tardó en bajar la vista de nuevo, claramente incómoda, no quería que la viera a los ojos, y no sabía el porqué. Jugueteó con su servilleta la cual estaba sobre la mesa.
—Entonces, Grace... —rompí el silencio después de unos segundos—. ¿Qué me cuentas sobre ti?
Me acomodé en la silla, llevando una mano a la barbilla sin quitar mi mirada de ella. Esta mujer despertaba curiosidad en mí. No porque creyera en estas citas. Sino porque ella no encajaba en el molde que mi tía solio decirme.
Era extraño, incluso podía asegurar que la persona que tenía sentada enfrente, era otra, y no la que me describieron.
—Voy a cumplir treinta años —empezó diciendo—. Trabajo en una agencia... publicitaria. Naci y crecí en San Francisco, como mis padres. Así que toda mi vida he estado aquí. Nunca he salido del país. Solo de la ciudad, algunas veces.
Levanté una ceja. Interesante. Más de lo que pensé.
Eso no coincidía con lo que mi tía Beth me había dicho.