La Enfermera y su Enemigo Cirujano

CAPITULO 5: RELAJARSE

CATALINA

Creo que es el momento de correr, o al menos eso debí haber hecho y no estarme subiendo a su auto lujoso y costoso cuando abrió la puerta del copiloto para mí. No sé si son ideas mías o qué, pero cuando salimos del restaurante sentí varias miradas sobre mí, fue como si los empleados de ese lugar, incluso los comensales, me criticaran con sus ojos por el hecho de verme caminar a lado de este hombre.

Por Dios, si debí haber optado por huir cuando tuve la oportunidad, ahora no puedo hacerlo, ya que me vería como una patética cobarde, incluso pensara que estoy loca.

Ya sentada en el asiento de su auto, acomodo la falda del vestido. Maldita sea, no sé porque pienso que se ve más corto, creerá que me lo subí para mostrarle mis piernas.

Agradezco el silencio que se instala entre nosotros, ni siquiera se tomó la molestia en sustituirlo con música. Parece que lo que quiere es que me relaje, y yo también espero a que eso suceda pronto.

Durante el trayecto ninguno habla. Solo de vez en cuando siento su mirada, como si estuviera evaluando algo en mi perfil, o tal vez solo desea saber que estoy pensando ahora. Las luces de la ciudad se reflejan en los cristales, como destellos, lo cual me ayuda un poco a distraerme y a no estar repasando el hecho de que estoy yendo a su casa y no a la mía.

No es momento para echarse para atrás.

Veinte minutos después, nos detenemos frente a un edificio de esos que parecen sacados de una revista de arquitectura: moderno, de fachada minimalista, sin letreros ni nada llamativo que caiga en lo ordinario. Parece un lugar privado, una zona de esas exclusivas donde viven los ricos. Por supuesto algo inalcanzable para mí, ya que no gano una fortuna.

Un hombre vestido de portero se asoma solo para saludar, Liam asiente respondiendo, al tiempo que las puertas automáticas se abren para que crucemos.

No tuvo necesidad de bajar el vidrio de la ventana para decir su nombre o que el hombre del portón le viera el rostro. Creo que el empleado ya sabía quién era.

―Hemos llegado ―anuncia mientras gira el volante para parquear el auto en el estacionamiento.

No dice nada más luego de apagar el motor y salir. Aprieto mi bolso que tengo encima de mi regazo, mientras pienso en si también debería bajar. Quedarme aquí sentada no es opción, aunque no es mala idea, este asiento es muy cómodo y tal vez podría esperar aquí.

¿Esperar que? No es como si hubiera venido a buscar algo y después me llevara a casa. No fue eso lo que me dio a entender antes, dejo claro que quería pasar un rato más conmigo, y en su ático, así le llamo supongo su hogar.

Tomo una bocanada de aire en el momento que se abre la puerta de mi lado. Contengo el aire que estaba por expulsar cuando veo que se inclina para verme.

―¿Todo bien? ―pregunta.

No puedo hablar porque temo que mi voz salga como un chillido, así que solo me limito a asentir mientras muestro una pequeña sonrisa forzada.

Sus cejas se juntan un poco, quizás no me creyó; sin embargo, no hace más preguntas solo me ofrece su mano para ayudarme a salir del coche.

La tomo si pensarlo y en eso esa misma sensación que sentí en el restaurante vuele a aparecer. Por Dios, ¿esto es normal?

Ignoro cualquier emoción y me paro recta, alejo mi mano de la suya como si hubiera tocado brazas en vez de su piel, el problema es que el sigue mirándome. Tal vez no esperaba que me retirara de él tan pronto.

―Por aquí ―me da una última mirada antes de girarse e indicarme por donde debo seguirlo.

Un arte neutro colgado en las paredes nos recibe cuando entramos en el edificio. Cuando atravesamos el vestíbulo con mármol reluciente en el suelo me doy cuenta que no hay nadie más ahí que solo nosotros, y el eco de nuestros pasos.

Nos detenemos frente a un ascensor, entonces en ese momento él saca una tarjeta negra de su billetera y la desliza por una pantalla. Subimos en completo silencio, puedo sentir que la tensión entre nosotros vuelve, o no sé si solo sea yo, porque él se ve igual, no parece incomodo o nervioso.

Veo como pasamos cada piso mientras observo los números en la pantalla de arriba del tablero. Hasta que el ascensor se detiene en el último piso y las puertas se abren de su ático.

El aire dentro huele a madera antigua, a una fragancia suave y costosa que ahora reconozco como suya. Todo está impecablemente ordenado, como si una revista de diseño hubiera cobrado vida. Ventanales enormes dan vista al cielo nocturno de la ciudad, que parece aún más cercano desde aquí. El mundo afuera ya no importa. Por ahora ha dejado de existir.

—¿Qué te parece? ¿Te gusta? —me pregunta sin mirarme, mientras se quita la chaqueta y la deja con descuido sobre un perchero minimalista.

—Si… es muy bonito —respondo como una idiota. Pero es lo único que se me ocurre.

Él gira apenas su rostro, con esa media sonrisa que ya debería ser ilegal. Asiente, y yo diría que parece satisfecho con mi respuesta simple.

—Ponte cómoda. Yo iré a buscar algo para beber.

Camina hacia una cocina abierta que se funde con la sala. Veo como saca una botella de vino tinto de una cava de cristal y dos copas altas. Su naturalidad me hace sentir aún más fuera de lugar. Yo, con mis nervios a flor de piel, tomo asiento en la orilla de un hermoso sofá, es como si esperara a que alguien me despertara de un sueño. No encajo en este espacio, así como en aquel restaurante. Me siento fuera de lugar.

Él regresa, me ofrece una copa.

—No, gracias. Creo que ya tuve suficiente —respondo de inmediato.

—No solo funciona para los nervios, también sirve para aclarar la garganta —dice, como si fuera una broma, pero sin dejar de mirarme.

Oh no, por más que intente actuar normal no lo logro. Creo que por algo lo dijo, tal vez mi voz sonó áspera y ni cuenta me di de eso.

Tomo la copa, más por conseguir que mi voz se recomponga que por cortesía. Doy un pequeño sorbo, sin abusar. El vino es más suave que el del restaurante, pero no creo que menos embriagador, así que no debo de confiarme.




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