La Enfermera y su Enemigo Cirujano

CAPÍTULO 7: HUIDO DE UN MOMENTO BOCHORNOSO

CATALINA

Mi primer pensamiento es: Estoy en casa, en mi cama.

El segundo, un destello de pánico: ¿Por qué huele a colonia de hombre?

Abro los ojos lentamente, sintiendo que mis párpados pesan como si hubiera dormido una eternidad. La luz de la mañana la cual parece demasiado dorada, se estrella contra un techo con molduras que jamás he visto. Las sábanas que rodean mi cuerpo se sienten sedosas, muy suaves, comparadas con las que conozco.

Y entonces, como si alguien apretara un botón en mi cerebro, las imágenes empiezan a caer en cascada:

Sus manos en mis pechos. La manera en que me levantó como si fuera de papel y me arrojó sobre este mismo colchón. Su voz grave diciéndome que no me moviera, el calor de su cuerpo cubriéndome, el sonido urgente de nuestras respiraciones mezcladas.

—Mierda —murmuro, y la palabra resuena en la habitación vacía, demasiado cruda para un espacio tan lujoso.

Me incorporo de golpe, y el mundo gira a mi alrededor. Siento una sensación extraña, la cual identifico como un mareo. Me detengo y tomo un momento para cerrar los ojos y respirar hondo. Claro… bebí. Y no poco.

Me llevo una mano a la sien, masajeando con suavidad mientras mi respiración se estabiliza. La consecuencia de anoche me arde en la cabeza y también en otros lugares que prefiero no pensar ahora.

Cuando respiro hondo, el aire huele a sexo y a lino caro.

—Por Dios, qué tontería hice anoche —musito lo más bajo.

Cuando al fin me recompongo, me doy cuenta de dos cosas:
Uno, que las sábanas están deshechas por todas partes, menos sobre la cama.

Dos, que no hay nadie más en la cama.

La única sabana que hay arriba cae de mi cuerpo y el frío me golpea. Miro hacia abajo y confirmo lo obvio: estoy completamente desnuda. No hay rastro de mi vestido, ni de mi ropa interior, ni de mi dignidad.

Salto de la cama, mis pies toquen la alfombra tibia y empiezo a buscar mi ropa como si fuera una misión de rescate. Está esparcida por toda la habitación, como si alguien hubiera decidido lanzarla a los cuatro puntos cardinales por diversión. Recojo mi vestido de un lado (rasgado en un costado), mi sostén del otro (el arnés roto, por supuesto), mis bragas cerca de la ventana (de esas mejor ni hablamos).

Dios, qué patética debo verme, revolcándome por el suelo como una ladrona.

Y justo cuando creo que ya tengo todo, me doy cuenta de que falta un zapato. Giro sobre mis talones, y ahí está. Cerca de una puerta.

Mi cerebro, todavía medio dormido, asume que es la puerta por la que entré anoche, así que avanzo con intención de tomarlo y largarme de aquí antes de que…

El sonido me congela.
Un goteo constante, que parece el de una ducha. ¿Alguien está del otro lado duchándose?

El corazón se me detiene. Mis ojos se abren un poco más de lo normal.

Es él... sigue aquí. Claro tonta, es su casa.

La imagen se forma en mi cabeza: él, al otro lado de esa puerta, desnudo, con el agua resbalando por su cuerpo. Y yo, aquí, como una idiota, desnuda también, a punto de quedarme atrapada en una situación digna de la lista negra de momentos vergonzosos de mi vida.

—Demonios —susurro, agachándome para recuperar el zapato. Mis dedos rozan el cuero cuando un ruido me paraliza: el agua se detiene.

No. No. No.

Me visto en segundos, sin molestarme en calzarme. No hay tiempo para sutilezas. Las piernas me tiemblan cuando cruzo la habitación de puntillas, elijo la otra puerta que supongo me llevará a la salida, pero sin hacer ningún ruido.

Cuando estoy en el pasillo, respiro un poco más tranquila, pero no me detengo, pero cuando apenas salgo de allí, una voz me corta el paso:

—¿Señorita?

Una mujer mayor —¿la empleada? ¿La madre? ¿DIOS MÍO, SU ESPOSA?— emerge de lo que supongo es la cocina. Lleva un delantal impecable y una expresión que mezcla sorpresa y… ¿curiosidad?

—Lo siento —farfullo, sonriendo como una demente mientras camino hacia el elevador el cual está a pocos metros de nosotras, comienzo a presionar el botón con demasiada desesperación, sin importarme que mi uña se quiebre o más bien mi dedo—. Es que… tengo prisa.

La mujer abre la boca para decir algo, pero yo ya he pulsado el botón con la fuerza de quien apaga un incendio. Las puertas se cierran con una elegancia insultante.

Cuando subo en él y las puertas se cierran detrás de mí, porque ni siquiera tuve la cara de girarme y ver de nuevo los ojos de aquella mujer, me desplomo contra la pared fría del cubo que se mueve.

El reflejo en el espejo que tengo delante es deplorable: pelo revuelto, rimel corrido, labios hinchados. Parezco la protagonista de un drama barato. Ahora entiendo porque aquella mujer se quedó viéndome de aquella manera, doy pena ajena.

—Qué idiota eres, Catalina —le digo a mi reflejo, mientras el ascensor desciende—. Seguir el consejo de Ame… ¿En qué demonios estaba pensando?

Pero lo peor no es la resaca que le ha dado la gana a mi cuerpo a manifestar en este momento, ni mi apariencia horrenda actual, ni siquiera el arrepentimiento que siento ahora, me preocupa más que…

Ese pequeño pinchazo que estoy sintiendo en el pecho de: Nunca lo volveré a ver.

Aunque mi mente diga que eso sea lo mejor.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.