CATALINA
Entro en mi apartamento como si viniera corriendo de una persecución. Apenas cierro la puerta, escucho la voz de Amelia desde la cocina:
—¡Vaya, vaya…! Mírenla quién aparece —su tono canturreado y burlón me atraviesa como un dardo, ya que me recuerda lo que hice hace horas atrás. —¿Qué tal tu noche loca?
No le contesto, así que paso de largo. No puedo hacerlo ahora. No tengo ni el tiempo para ese tipo de charlas, de hecho para ninguna, hoy tengo que trabajar. Solo a mí se me ocurre aceptar una cita, sabiendo que al día siguiente tengo que ir al hospital.
Me encierro en el baño y abro el grifo de la regadera. El agua sale fría al principio, sí que mientras la temperatura sube, comienzo a quitarme la ropa. No compruebo si ya está lista, así que cuando quedo completamente desnuda, me meto bajo el chorro de agua y siento como un golpe directo a la piel, pero poco a poco se vuelve tibia.
El calor recorre mi cuerpo y, por un instante, deseo quedarme ahí hasta que mis músculos se relajen, aunque sea un poco, y aunque eso haga que borre todo rastro de la noche anterior, de su olor.
No hay tiempo para nada de eso. Si me detengo un minuto más, llego tarde. Así que me baño rápido, sin tomarle el tiempo a mi cabello como lo hago diario. Salgo empapada, el agua escurriendo. Seguro Ame me va a regañar en la noche cuando vuelva a casa, pero me voy a disculpar y le diré que lavaré el baño esta semana, aunque le toque a ella.
Busco una toalla limpia en el estante. Me seco a medias y me envuelvo en ella para salir de allí. Me voy directo a mi habitación y abro mi cajón de ropa interior, saco un conjunto sencillo, luego me dirijo a mi modesto armario.
Normalmente nunca salgo de casa vestida con el uniforme. Prefiero ponérmelo en los vestidores de enfermería del hospital para evitar cualquier accidente en el camino… pero hoy no tengo opción. Me lo pongo con cuidado, casi rezando para que ninguna mancha traicione mi esfuerzo.
No puedo darme el lujo de un descuido ahora, no cuando la señorita Margarita, la jefa de enfermeras, está más pendiente de mí que de su propio café. Si llego tarde o con el uniforme sucio, puede que me gane un reporte… y eso justo después de haber metido la solicitud para que me acepten como enfermera quirúrgica.
Voy al espejo. Lo que veo me arranca una mueca.
—Perfecto… parezco una muñeca demacrada de las que aparecen en las películas de terror. —Mi cara está pálida, las ojeras me hacen sombra, y lo único que puedo pensar es en mi estuche de maquillaje.
No puedo ponerme el corrector ahora, así que lo meto en la bolsa junto con un rímel para pestañas y un rubor que pueda dar un poco de vida a mis mejillas. Cepillo mi cabello húmedo y lo recojo en un moño simple. Mientras lo hago, mi mirada se desliza hasta mis orejas. En una de ellas, brilla uno de los pendientes que me prestó Amelia; resalta como una estrella. Me lo quito con cuidado y después giro la cabeza para retirar el otro… pero, no está.
El otro pendiente de diamantes ha desaparecido.
—Oh, no… —susurro—. Perdí uno de los pendientes, sabe dónde. ¿Qué le voy a decir a Ame? Me va a matar cuando lo sepa.
Respiro hondo. No puedo resolverlo ahora. Será problema de mi yo del futuro, cuando termine mi turno de hoy.
Me doy un último vistazo en el espejo y salgo corriendo de mi habitación. Amelia aparece justo en mi camino, pero la esquivo como si fuera una defensa de fútbol.
—Ya que veo que no me vas a contar nada por ahora sobre tu cita, por lo menos llévate uno de estos muffins que Eddie me trajo hoy muy temprano—. Me ofrece casi poniéndome el plato en la cara, el cual sostiene con ambas manos—. No quiero que andes con el estómago vacío hasta el almuerzo.
Me giro para tomar uno y retomo el andar.
—Gracias, Ame. —Abro la puerta—. En la noche hablamos… si te encuentro despierta.
—¡Lo estaré! Por nada me pierdo esa información jugosa. —Me guiña un ojo con esa sonrisa pícara que siempre pone cuando cree que me he portado mal, la diferencia es que ahora sí lo hice.
Cierro la puerta detrás de mí y me lanzo escaleras abajo, mordiendo el muffin como si mi vida dependiera de ello. El sabor a blueberry inunda mi boca, dulce y perfecto, tan perfectamente equilibrado como el hombre que lo horneó.
Eddie es un chico panadero, es alguien muy experto con la masa, tiene unas manos mágicas para amasar y una sonrisa que derrite hasta el corazón más helado. Amable hasta la exageración, encantador sin siquiera proponérselo… lástima que es muy tímido al punto de que podría escribir un manual de cómo perder a la chica de sus sueños por indeciso.
Lleva meses orbitando alrededor de Amelia, mirándola como si fuera la última pieza de pastel en la vitrina, pero sin atreverse a dar el primer bocado. A este paso, ella va a decir “sí, acepto” a otro… y él seguirá escondido detrás del mostrador, horneando muffins de consolación que nadie pidió.
Llego a la parada de autobuses. Mientras espero, recuerdo aquel el consejo de mi madre: “Usa tus ahorros y cómprate un auto, hija. Yo me las arreglaré como pueda”.
Gasté mis ahorros porque quería ayudarla, no fue por darle la contra. Mi madre en ese entonces estaba pasando por un momento difícil y muy doloroso, de hecho ambas lo pasamos. Habíamos perdido a papá, y ella no tenía el dinero para hacer todos los pagos que se deben de hacer en una situación como esa.
Luego de ayudarla y enterrar a papá, me mudé a esta ciudad, pero no solo lo hice para lograr un puesto en el hospital más prestigioso del estado, sino para desenmascarar a alguien, y así quedé el verdadero villano al descubierto en la asociación de medicina.
Pero por ahora estoy aquí, esperando el transporte como si no tuviera una vida que salvar en el hospital, y a quién encontrar para que encierren en prisión.
Por suerte, el autobús llega rápido. Subo de inmediato y, aunque no hay nadie más esperando, por dentro va a reventar de gente. No hay asientos libres, pero tampoco pensaba sentarme; no quiero arriesgarme a manchar el pantalón blanco del uniforme.