CATALINA
Como siempre en urgencias es un caos, pero más hoy. Muchos heridos o con un problema grave de salud, se escuchan los llantos de algunos niños mientras son atendidos, todo ese ruido se mezcla con el sonido de las máquinas pitando.
Sin embargo, dentro de mí, por primera vez en todo el día me siento tranquila y útil, aunque el trabajo aquí nunca acaba. Pero esto es mejor, mucho más que entregar analices y documentos en archivero. Dejé las aburridas carpetas de lado para venir auxiliar a Jess, mi colega y amiga del trabajo. La pobre casi termina colapsando por toda la labor que hay aquí en esta parte del hospital.
Le doy una sonrisa a un pequeño de seis años al que le estoy vendando el brazo.
—Ya casi terminamos, soldado —le indico, trato de distraerlo—. ¿Te dolió mucho?
Él niega con la cabeza, aunque sus ojos todavía están llenos de lágrimas. De repente, siento esa sensación rara. Como si alguien me estuviera clavando los ojos en la nuca. Pero me obligo a ignorarlo. Seguro es solo mi imaginación, por culpa del estrés.
—Eres muy valiente —le aseguro al pequeño mientras ajusto su venda.
—Rivera.
Mi nombre en aquella voz es como un látigo. Cierro los ojos apretándolos unos segundos y respiro hondo. Diablos. No era mi imaginación. Me giro lentamente y me encuentro con la mirada dura de Margarita.
—Pensé que te asigné tareas específicas —suelta ella. Su mirada me recorre y se para brevemente en la parte baja de mi filipina, la cual me cambié antes de bajar aquí. Seguro ya noto las manchas de sangre, ese gesto en su rostro de piedra lo dice todo. Luego escanea la sala y de nuevo se detiene en algo o más bien en alguien—. Ya veo —su tono cambia a más hostil. Sus ojos vuelven a los míos. —¿En qué momento, el archivar documentos, se convirtió en jugar a la heroína en Urgencias?
—Jefa, es mi culpa —interviene la voz de Jess la cual está atrás de mí. No sé en qué momento se acerco—. Le pedí ayuda porque…
—Yo no le hablé a usted —Margarita ni siquiera la mira, aunque algo me dice que eso ya lo hizo cuando barrió la sala con la mirada. Su atención ahora está toda puesta en mí—. ¿Tienes algún problema para seguir órdenes simples, Rivera?
—Solo estaba ayudando, jefa. Aquí necesitaban…
—¡No me interesa! —corta, su voz se eleva lo justo para que varios pacientes y colegas volteen a mirar, antes de volver a bajar a un susurro siniestro—. ¿Crees que las reglas no aplican para ti? ¿Qué esto es un club social donde puedes hacer favores? Tienes un castigo, Rivera. Cumple o largarte. Son las únicas opciones que tienes.
La humillación me quema las mejillas. Siento las miradas de todos clavadas en mí.
—Mi intención no fue seguir con lo que me mandaste a hacer, jefa. Cuando terminara aquí iba a regresar a las tareas —intento explicar.
— ¡Y hay docenas de enfermeras aquí para hacer eso! —replica—. Tu lugar ahora mismo no es este, es haciendo lo que yo te dije que hicieras. ¿Tan difícil es de entender mis palabras?
La rabia me sube por el pecho. Ya estoy harta que la tome conmigo. No es la primera vez, si llegue tarde lo sé, pero cuando no lo hago, y ella está enojada, tiene que agarrársela con alguien y ese alguien soy yo.
¡Ya es suficiente de esto!
—Sí, lo entiendo —contesto, y luego suelto lo que realmente quiero decir desde que llegue hoy en la manñana—: ¿Y usted cuándo va a entender que estoy lista para más? ¿Cuándo me pondrá la prueba para quirófano? Ya cumplí con todo, me prepare, envíe la solicitud a tiempo y...
Me calla cuando libera una risa seca y vacía, carente de humor.
—¿La prueba, dices? —pregunta con ironía, como si hubiera dicho un chiste—. Catalina, por favor. No puedes ni llegar a tiempo y encima te saltas las órdenes. ¿Qué te hace pensar que eres material para un quirófano? ¿Quién te crees que eres? Niña tonta.
—Eso no es justo —protesto, siento como se me cierra la garganta.
—¡La vida no es justa! —bufa—. Y yo no soy un juez, soy la jefa de enfermeros. Estoy aquí para que este hospital funcione. Y alguien con tu falta de disciplina y tu nula capacidad para seguir instrucciones básicas es un lastre, no un activo. Eso quiere decir que no me sirves de nada. ―Hace una pausa y retoma segundo después—. De hecho, ya mandé retirar tu solicitud. Es una pérdida de tiempo.
El mundo se detiene y siento como si se me viniera encima. El ruido de Urgencias se desvanece hasta convertirse en un zumbido lejano. Todo mi esfuerzo, todo lo que trabajé para conseguir lo que vine hacer aquí, todo tirado a la basura. Así de fácil.
—No… no puede hacer eso —balbuceo.
—Claro que puedo. Y ya lo hice. —Su sonrisa es cruel—. Así que deja de fantasear con ser más de lo que eres y concéntrate en ser una enfermera ordinaria, que realiza solo tareas básicas. Porque viendo lo de hoy, ni eso haces bien. Ahora, recoge los expedientes que abandonaste en la estación de enfermería y llévalos a archivo. Y si te veo fuera de ruta de nuevo, no te va a gustar las consecuencias.
Se da la vuelta para irse, pero antes de hacerlo me echa una mirada breve por arriba de su hombro.
―Muévete, Rivera. Que esas carpetas no pueden esperar toda la vida.
Luego de soltar las últimas palabras, finalmente se va. Me quedo ahí, clavada, con las manos temblando y el corazón latiendo con fuerza.
Las esperanzas que me sostuvieron durante meses, fueron aplastadas en solo unos segundos. Ella no puede hacerme algo como esto. Puede ser mi jefa, pero yo tengo el derecho de solicitar un ascenso.
Jess se acerca, con los ojos llenos de lágrimas. Seguro debe sentirse culpable.
—Cata, lo siento mucho, no sabía que...
—Ya no importa —respondo con un tono de voz plano y vacío, como si me hubieran sacado todo por dentro—. No te preocupes, Jess, tú no tienes la culpa ―aclaro.
No quiero que piense que mi enojo es con ella. Por supuesto que no tiene la culpa, fui yo quien decidió ayudar, ella solo me pregunto, yo tenía la opción de decirle que no, que tenía trabajo por hacer, pero aproveche la oportunidad para regresar a lo mío, a lo que mejor se hacer y que amo.