CATALINA
El sonido metálico de los archivadores al cerrarse me retumba en los oídos, como si fueran cadenas que me atan a un destino que no quiero. Llevo casi una hora archivando expedientes, obedeciendo la humillante orden que Margarita me lanzó en Urgencias. Cada carpeta que guardo en su sitio es un recordatorio de lo que me arrebató: mi solicitud para quirófano.
Intento repetirme que no lloraré aquí, que no le daré ese gusto. Pero la rabia me tiene los ojos calientes, y siento ese ardor incómodo detrás de la nariz, esa presión previa a las lágrimas. No, no voy a llorar. No frente a nadie.
Cuando cierro el último cajón, escucho la voz cortante de alguien en el pasillo:
—Todo el personal, reúnanse en la sala de conferencias. Ahora —avisa Margarita.
Me sobresalto. ¿Qué demonios quiere ahora?
Recojo mis cosas y me uno a la fila de batas blancas y filipinas que ya se dirigen en tropel hacia la sala. El murmullo es generalizado, todos preguntan lo mismo: ¿Qué pasa? Nadie tiene idea.
Camino detrás de Jess, que parece tan confundida como yo.
—¿Será una auditoría? —susurra.
—No lo sé —respondo, pero mi voz suena apagada.
La sala está casi llena cuando entramos. Me acomodo al fondo, entre enfermeras que cuchichean. El ambiente está impregnado de expectativa, incluso de cierto nerviosismo. No es común que Margarita convoque a todos de golpe, menos con ese tono tan autoritario.
Poco después, aparece ella, con el rostro severo de siempre. Se coloca al frente, junto a la tarima donde habitualmente se hacen las presentaciones. Lleva una carpeta en la mano y, cuando carraspea, la sala queda en silencio.
—He convocado a todos porque a partir de hoy, nuestro hospital cuenta con un nuevo cirujano de planta. —Hace una pausa dramática, su mirada recorre la sala como si quisiera asegurarse de que nadie pestañea. —Un especialista de prestigio internacional, que se une a nosotros gracias a la recomendación directa de la dirección.
Un murmullo colectivo recorre el auditorio. Varias cabezas se inclinan para cuchichear, los ojos brillan de curiosidad.
—El doctor Liam Nicholas Knight —anuncia finalmente, con énfasis en cada sílaba como si pronunciara un título nobiliario.
El aire me abandona de golpe.
No. No, no, no.
El corazón se me sube hasta la garganta y me late como un tambor dentro del pecho. Mis manos sudan, los dedos se me entumecen. Creo que me he quedado de piedra, incapaz de moverme.
Las puertas del fondo se abren y, como en cámara lenta, lo veo entrar.
Es él.
Su porte erguido, impecable, con esa seguridad que parece innata. Traje oscuro bajo la bata blanca recién colocada, la corbata perfectamente anudada. Su rostro perfecto esta serio, domina la sala como si no necesitara pronunciar palabra para hacerse dueño de ella.
A mi alrededor, se escuchan suspiros ahogados. Una de las enfermeras de al lado se lleva la mano al pecho. Otra, la cual es Johanna, sonríe con malicia, como si ya estuviera tramando algo.
—Madre mía, está guapísimo… —alcanzo a oír que murmura alguien al frente.
Sí. Guapísimo. Arrogante. Y ahora mismo se convirtió en peligro también.
Mis rodillas tiemblan bajo el uniforme.
Él avanza despacio, con un andar elegante y preciso, hasta quedar junto a Margarita en la tarima. Se quita la bata un instante para acomodarse y vuelve a ponérsela, como si el gesto fuese calculado para resaltar el contraste entre el traje oscuro y el blanco inmaculado.
El murmullo se intensifica, todos expectantes.
Él, en cambio, no parece escuchar nada. Su mirada recorre el salón como un bisturí invisible. Y entonces se detiene en mí.
Me congelo.
Sus ojos azules, fríos como el hielo, se clavan en los míos. No es una mirada casual ni fugaz. Es un golpe seco, directo, que me arranca el aire de los pulmones. Siento que todos pueden verlo, que toda la sala nota cómo me desnuda con esa intensidad.
Él ya sabía quién era yo, o más bien lo descubrió cuando me miro con el uniforme puesto.
Trago saliva, bajo la vista al suelo, pero el calor en mis mejillas me delata.
—Bienvenido, doctor Knight —anuncia Margarita con un gesto de orgullo ridículo, como si ella hubiera sido la responsable de traerlo aquí. —Es un honor contar con usted en nuestro equipo.
Él asiente apenas, con esa frialdad distante. Su voz se hace presente por primera vez, grave, impecablemente modulada.
—Gracias. Espero que podamos trabajar juntos en mantener el prestigio de este hospital y llevarlo aún más alto.
El aplauso estalla. Unos sinceros, otros forzados, pero todos suenan como un trueno. Yo no aplaudo. No puedo. Mis manos siguen apretadas contra la carpeta que sostengo.
Johanna, desde su lugar, no le quita la vista de encima. Sus labios se curvan en esa sonrisa venenosa que tanto detesto. Intuyo lo que piensa: un hombre así de influyente es una oportunidad de oro para escalar. Y por el brillo en sus ojos, no va a perder la ocasión.
El murmullo sigue. Algunas enfermeras se abanican con las manos. Un par de médicos comentan con entusiasmo su currículum. Yo, en cambio, solo escucho el repiqueteo de mi corazón.
Margarita levanta una mano, imponiendo silencio de nuevo.
—Doctor Knight, ¿quisiera añadir algo más? —pregunta, con esa voz suave que nunca antes le escuché usar con nadie.
Él hace una pausa. Sus ojos vuelven a barrer la sala. Y otra vez, se detienen en mí.
Un escalofrío me recorre.
—Solo una cosa más —anuncia con esa calma gélida que corta como una cuchilla—. Agradezco la bienvenida. Y… —hace un gesto leve con la cabeza, apenas perceptible, pero sus ojos no se apartan de los míos— seré yo quien elija directamente a mi equipo.
Hace una pausa, por unos segundos, el aire se espesa. Su voz baja apenas un tono, pero cada palabra vibra con peligro cuando añade:
—Y puedo asegurar que ya tengo a las personas adecuadas a la vista.