CATALINA
El resto del almuerzo pasa como una tortura lenta. Jess no deja de reírse en silencio, y yo no dejo de morderme la lengua para no decirle nada. A cada bocado siento la humillación ardiendo en mi garganta. ¿Por qué tenía que aparecer justo en ese momento? ¿Por qué tenía que escuchar exactamente esa parte de la conversación?
Cuando llego a mi piso, las miradas son peores que cualquier castigo de Margarita. Se siente en el aire. Ese rumor maldito ya comenzó a extenderse, como pólvora en un pasillo lleno de oxígeno.
“¿Escuchaste lo que dijo la Rivera en el comedor?”
“Que el nuevo cirujano… que no es tan guapo.”
“Pero ¿él estaba ahí, cierto? ¿Y lo oyó todo?”
Trágame tierra y escúpeme en otro lado que no sea este.
¿Cómo demonios llegó el chisme tan rápido a todos?
Los cuchicheos se clavan en mi piel como agujas. Camino con la cabeza erguida, fingiendo indiferencia, aunque por dentro quiero desaparecer en la primera grieta del suelo.
Johanna no tarda en hacer su entrada triunfal. Siempre sabe dónde y cuándo atacar. Está parada junto a la estación de enfermería, como si esperara mi llegada. La veo sonreír con esa expresión que no augura nada bueno.
—Vaya, vaya, Rivera… —su voz es melosa, pero sus ojos destilan veneno—. No sabía que tenías el valor de enfrentarte al doctor Knight así, delante de todos.
No respondo. Si lo hago, le daré lo que quiere: un espectáculo. Me concentro en los registros que debo entregar, pero antes debo poner mi nombre en ellos. Trato de no apretar demasiado fuerte el bolígrafo.
Ella se inclina hacia otra enfermera, lo suficientemente cerca para que yo la escuche.
—Claro, seguro que eso es pura pose. Porque ya sabemos cómo son algunas: dicen que no les gusta, pero por dentro se mueren porque las volteen a ver.
La enfermera suelta una risita cómplice. Yo respiro hondo y sigo firmando.
Pero entonces escucho su última estocada.
—Aunque no me sorprende. Después de todo, el doctor Knight necesita un equipo competente, y dudo mucho que elija a alguien con… antecedentes de errores.
Mis manos se congelan sobre el papel. La muy víbora lo dijo a propósito, recordándome en público lo que Margarita nunca deja de echarme en cara.
Aprieto los dientes y estoy a punto de girarme para responderle, cuando una sombra se proyecta sobre el mostrador.
El silencio se hace automático.
Levanto la vista. Y ahí está él.
De pie, con la bata blanca perfectamente acomodada en ese cuerpo firme y bien cuidado. Lleva una camisa blanca debajo y una corbata azul marino, y esos ojos… como el océano me atraviesan.
Johanna endereza la espalda de inmediato y una sonrisa grande se dibuja en sus labios, como si acabara de ver a un dios.
—Doctor Knight —dice con voz dulce, ladeando la cabeza—. Justo hablábamos de usted…
Él no le responde. Ni siquiera la mira.
Sus ojos están puestos en mí.
—Enfermera Rivera —su voz es baja y grave, cargada de esa autoridad que hace que todos contengan la respiración—. Un momento, por favor —me indica.
El mundo se me va a los pies.
¿Ahora qué hice? Porque ni siquiera he abierto la boca.
Johanna parpadea, desconcertada. Yo trago saliva y dejo el bolígrafo sobre la mesa. Camino hacia él con pasos medidos, intentando no tropezar con mis propios nervios.
Me hace una seña para que lo siga. El pasillo se abre frente a nosotros, silencioso, casi solemne. Puedo sentir todas las miradas clavadas en mi espalda mientras avanzo tras él.
Entramos a una sala vacía de curaciones. Él cierra la puerta. El clic de la cerradura suena más fuerte de lo que debería.
—¿Se divierte? —pregunta de pronto, sin girarse, con las manos en los bolsillos de la bata.
Me quedo helada.
—¿Qué?
Finalmente se da vuelta. Sus ojos azules se clavan en los míos con una intensidad que me deja sin aire.
—Hablando de mí en público. Riéndose de mí. ¿Eso le parece gracioso, Rivera?
—Yo no… —mi voz se rompe, pero me obligo a sostener su mirada—. No me estaba riendo y yo no divulgué lo que pasó en el comedor.
—No lo niegue —da un paso hacia mí, su tono más bajo, más peligroso—. ¿Acaso quiere mi atención, pero se niega a pedirla de nuevo?
Mi corazón late con tanta fuerza que me aturde.
—Yo… no le he pedido nada a usted. Si se refiere a lo de la cita... —Apenas logro decirlo cuando él se acerca y yo retrocedo un paso, pero él acorta la distancia sin dudar. Su presencia llena la sala, y me siento atrapada entre la pared y el calor de su cuerpo.
—Le advierto algo —su voz roza mi piel como una amenaza, pero como susurro—. No me interesa lo que su compañera venenosa o cualquier otra diga. Pero usted… —inclina la cabeza apenas, sus ojos recorren mi rostro, mi boca, de nuevo mis ojos—. Usted no tiene permitido hablar así de mí.
El calor me sube a la cara como una llamarada.
—¿Y quién se cree para decirme lo que puedo o no puedo decir? —escupo, aunque mi voz tiembla.
Su sonrisa es peligrosa y lenta, como un filo que asoma bajo la luz.
—Soy el hombre que no ha dejado de pensar en usted desde esa noche.
El aire se me corta. No esperaba esa confesión.
Mis labios se entreabren, pero no sé qué decir. Él se inclina un poco más, y la distancia entre nosotros se vuelve insoportable.
—Y sepa algo más, Rivera —su tono se suaviza, pero la fuerza en su mirada no—. No pienso dejar que siga escondiéndose de mí.
El silencio es un campo minado. Mi respiración se mezcla con la suya, y cada fibra de mi cuerpo grita por reaccionar: empujarlo, besarlo, gritarle, rendirme…
Pero antes de que algo ocurra, un golpe en la puerta rompe la tensión.
—¿Doctor Knight? —es la voz de Johanna, fingiendo inocencia—. ¿Todo bien ahí dentro?
Como siempre, metiendo las narices donde no la llaman.
Pero él no aparta la mirada de mí. Ni un segundo.