CATALINA
Mi corazón late desbocado, como si quisiera escapar de mi pecho. Y yo, en vez de reaccionar, sigo ahí, atrapada, como un animal frente a su cazador.
Él da un paso más. La distancia se evapora. Su calor me alcanza, su sombra me cubre. Y antes de que pueda retroceder, su mano sube y me toma de la barbilla.
Sus dedos me obligan a alzar la cara. Su pulgar roza mi mentón, lento, posesivo.
—Mírame —ordena, y obedezco. No porque quiera, sino porque no puedo hacer otra cosa.
Sus ojos me devoran. Me atrapan en ese azul que me deja sin aire.
—¿Sabes lo que pienso cada vez que te veo? —Su voz baja hasta rozar el susurro.
No respondo. No puedo.
Su sonrisa se ensancha apenas.
—Que quiero volver a escucharte gemir como esa noche. Que cada vez que intentas huir, lo único que haces es darme más ganas de atraparte.
Mi piel se incendia. Trato de apartar la cara, pero su mano me sostiene con firmeza. Me siento atrapada, expuesta, y al mismo tiempo… excitada.
—Déjeme ir… —murmuro, aunque mi voz suena más como un ruego que como una orden.
A quien engaño, no me está forzando, me está tocando porque lo estoy dejando.
—¿Dejarte ir? —se ríe bajo y se inclina hasta que siento su aliento en mis labios—. Catalina, lo último que quiero es soltarte.
Su otra mano se desliza, lenta, descarada, hasta mi brazo. Me roza apenas con los nudillos, recorriendo mi piel como si supiera exactamente dónde dejarme temblando.
—¿Por qué tiemblas? —pregunta, aunque la respuesta es evidente. Su tono es una provocación, una invitación a confesar lo que no quiero decir en voz alta.
Quiero empujarlo. Quiero gritarle. Pero mis manos siguen quietas a los lados, como si estuvieran encadenadas.
Su pulgar sube hasta el borde de mis labios. Apenas los roza. Yo contengo el aire.
—Dime que no lo quieres, y me detengo —susurra, con esa mirada que perfora mi resistencia.
Mi garganta se seca. La palabra no se forma. Y él lo sabe.
Un destello de triunfo brilla en sus ojos.
Me suelta la barbilla, pero solo para tomarme de la cintura. La presión de sus dedos en mi uniforme me arranca un jadeo. Me acerca a su cuerpo, sin llegar a rozarme del todo. Solo me mantiene al borde, en esa tensión insoportable que me enloquece.
—Sube al coche —ordena otra vez, más bajo, más cargado de una advertencia y deseo.
Luego me lleva hasta alli y abre la puerta con su mano libre, y como si no existiera otra opción más que obedecerle, me empuja hasta su auto.
Me quedo paralizada. Mis piernas pesan. Mi mente grita que no. Pero mi cuerpo… mi maldito cuerpo me traiciona, clama lo contrario.
Lo miro. Esa sonrisa torcida todavia visible y esa mirada perversa, y su presencia que me domina sin tocarme del todo.
Estoy perdida.
No sé si huir o rendirme.
Y él lo sabe.
Da un paso más hacia mí, cerrando el espacio entre los dos. El aire se espesa. Su mano vuelve a mi cintura, esta vez con más fuerza, y me empuja contra el coche. Siento el metal frío en mi espalda, el contraste brutal con el calor de su cuerpo apenas a centímetros del mío.
—¿Sabes lo que más me gusta de ti? —su voz es un roce en mi oído, ronco y peligroso—. Que aunque me digas que no, tu respiración me dice otra cosa. Tu reaccion me lo grita.
Me muerdo el labio, pero demasiado tarde. Él lo nota. Siempre lo nota.
Su dedo índice roza el borde de mi boca, lento, insolente.
—Ese gesto… —murmura, con la mirada fija en mis labios—. No sabes las ganas que me da de...
Se inclina, apenas un roce entre nuestras bocas queda. Un escalofrío me atraviesa, y mi corazón se vuelve loco.
Creo que me va a besar.
Pero entonces recuerdo que estamos en la calle, y no solo eso, que estamos enfrente del hospital y alguien puede vernos, o quizas alguien ya lo hizo.
La realidad me golpea de pronto. Mi corazón late tan fuerte que siento que se me va a escapar del pecho. Giro apenas la cara, buscando aire, buscando espacio.
—Estamos en el maldito hospital… —susurro, apenas audible.
Él sonríe de nuevo, esa sonrisa que me pone de rodillas.
—¿Y qué? —Su voz suena extraña, a provocación descarada—. ¿Acaso le temes a que inventen nuevos chismes? Después de lo que paso, ya no deberías tomarle importancia.
Su mano aprieta más fuerte mi cintura, pegándome aún más contra el coche.
—Es tarde… debo irme —intento explicarme, aunque mi voz se quiebra un poco.
—Hoy no irás sola —responde él, con un tono bajo y áspero—. Como te dije antes, pídeme a dónde quieres ir y yo te llevo. Además... —Toma uno de mis mechones salido de mi coleta y lo pasa por detrás de mi oreja. —Tú y yo tenemos algo pendiente, ¿lo recuerdas?
Trago saliva. Mi respiración se acelera, mis muslos se tensan. Lo odio. Lo odio porque sabe exactamente cómo entrar en mi cabeza.
—Si lo dice por los rumores que yo no esparcí.
—Tú sabes de lo que hablo.
—No comprendo...
—Si lo comprendes —su aliento roza mis labios. —Lo comprendes muy bien.
No entiendo a dónde quiere llegar con este juego. Pero se ha salido con la suya, me tiene atrapada, mi cuerpo me traiciona y no puedo reaccionar correctamente.
Sin embargo, me armo de valor para defenderme, pero antes de que abra la boca, él se adelanta.
—Si me dices que no me quieres cerca… me alejo —su boca queda tan cerca que siento el roce de sus palabras en mis labios.
Cierro los ojos. Intento reunir fuerzas para dejarle las cosas claras. Pero nada sale. Ni un sonido. Solo mi respiración agitada lo delata todo.
Él ríe bajo y satisfecho.
—Eso pensé.
Su dedo índice baja por mi barbilla, mi cuello, hasta engancharse con el borde de mi uniforme. No tira de el, solo juega con la tela, como si quisiera recordarme lo fácil que sería arrancármela.
—Dios… —murmuro entre dientes, mordiéndome el labio, esta vez para no gemir.