La Enramada

Hacia la nada

Hacia la nada

Después de luchar por mucho tiempo en la universidad, los trabajos, exámenes y proyectos que me quitaban horas de sueño, al fin logré titularme de la carrera de ingeniería civil de la Universidad Mayor de San Andrés. No negaré que el camino estuvo lleno de dificultades. Casi mando al diablo la carrera en múltiples ocasiones y por diversos motivos. Sin embargo, algo que siempre me caracterizó, fue el dar todo de mí para conseguir mis metas.

Una vez obtenido el título, pude conseguir un puesto en el teleférico de la estación amarilla en la ciudad de La Paz, gracias a la ayuda de mi primo Alfonso que ya trabajaba allí.

Desde que se empezaron los trabajos de construcción de la primera línea, la línea roja, siempre me había llamado la atención el funcionamiento de ese colosal medio de transporte. Me parecía la manera más cómoda de realizar un viaje sorteando los terribles embotellamientos que atormentan a nuestra ciudad día tras día. A pesar que en un principio me daba algo de aprehensión debido a la altura a la cual se mantenía suspendido, en lo personal era el transporte ideal. Nada se comparaba a la compleja maquinaria que poseía para su funcionamiento. Era una obra de arte de la física, desde mi punto de vista.

Mi rutina se limitaba a colocarme el equipo apropiado para revisar que toda la maquinaria funcionara bien. En algunos casos, también bajaba a la sala de monitoreo para revisar que todos los dispositivos estuvieran funcionando correctamente. Aunque no lo pareciera, trabajar allí era agotador, sobre todo los turnos extras en la estación de monitoreo. En más de una oportunidad tuvimos que trabajar hasta altas horas de la noche o hasta el amanecer.

Sin embargo, era una labor gratificante. La hermosa vista que te brindaban las cabinas era majestuosa e inenarrable, sobre todo cuando la oscuridad del ocaso devoraba la ciudad lentamente. Conforme las luces se encendían, parecía que Dios prendía, una a una, un centenar de velas. Era la mejor parte de mi trabajo.

Lamentablemente, en todo trabajo existe algo malo. Este no sería la excepción. Esa parte negativa estaba encarnada en una persona que se llamaba Jorge, un ricachón de la zona sur de la ciudad. Él se creía el mejor del mundo por el simple hecho de ser el hijo mimado de un ministro. Cada vez que llegaba a mi estación me ponía de mal humor. La manera de mirar a los demás, como si fuésemos insectos, hacía que mi sangre hirviera. Su sola presencia hacía que se me revolvieran las tripas.

Incluso, en una oportunidad, tuvimos que detener una de las líneas porqué el infeliz se había balanceado malintencionadamente dentro de su cabina, haciendo que se activase el sistema de seguridad. Lo acompañaban dos mujeres y un anciano. Por el transmisor de la cabina, una de las mujeres estaba pidiendo ayuda, ya que la impresión había hecho que la persona de la tercera edad se sintiera muy mal.

Cuando llegaron a una de las estaciones el equipo médico ya los estaba esperando. Tardaron mucho en llegar, ya que el sistema hizo que las cabinas se movieran lentamente para evitar algún fallo peligroso para sus ocupantes. Al revisar al anciano, descubrieron que tenía una taquicardia muy fuerte, por lo que lo trasladaron rápidamente hacia el hospital más cercano.

En esa oportunidad estuve por ponerlo en su lugar ya que él solamente se reía a carcajadas. Todos reclamaron por dejar entrar a esa clase de personas al transporte. Debo reconocer que en ese momento intentaron calmar las cosas, tanto los directivos como los guardias. Esto no le pareció muy agradable. Incluso yo estaba haciendo pedidos para que no regresara nunca más.

Lastimosamente, solo logramos implementar un sistema de cámaras de vigilancia en las cabinas. Las personas que infringieran nuestras reglas serían sancionadas. Una sanción económica amedrentaría a algunos, pero no a Jorge, tal como lo demostró en múltiples oportunidades. Balanceó una cabina nuevamente, por fortuna no había nadie en esa oportunidad, pintó sobre las ventanas e incluso, en una ocasión, se las arregló para romper el seguro de la puerta automática y abrir la puerta de par en par. Cabe destacar que esto último no salió barato para la empresa.

Algunos empleados del teleférico intentaron frenar sus actos tomando acciones legales. Muy pronto me enteré de que esas personas fueron despedidas bajo cargos falsos. Por ejemplo, a Rosario, una amiga mía, la despidieron después de encontrar pruebas de que bebía y se drogaba durante el trabajo. Por supuesto las acusaciones eran falsas. Yo la conocía hacía mucho y ella no hacía nada de lo que aseguraban. Ahora, por el capricho de una persona, ella estaba bajo investigación policiaca. Deseé que no pasara a mayores.

Luego fue Pablo quien intentó detener el ingreso de Jorge a la línea del teleférico y, más aún, le propinó un fuerte golpe en la cara a ese miserable. Al día siguiente supe que Pablo estaba en el hospital en estado crítico. Un grupo de maleantes lo había asaltado en las puertas de su casa y lo habían golpeado hasta casi matarlo. Tenía una esposa y dos hijos. El pronóstico fue que, si lograba recuperarse, no podría volver a caminar. 

Los letreros de las cámaras de seguridad se extendían por casi toda la estación. Pero después de lo de Pablo dudaba mucho que alguien quisiera hacer algo en contra de Jorge. Al menos los agresores de poca monta se intimidaron al saber sobre las cámaras en las cabinas.  Para sorpresa mía, durante un tiempo el tipo no apareció. Eso me alegró mucho y relajó el ambiente en general.



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En el texto hay: horror, terror, pesadillas

Editado: 14.02.2022

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