[Hojas de un diario encontradas en la escena de un crimen, en un departamento de la zona urbana de la ciudad. Acompañados por la siguiente nota]
En toda mi carrera como oficial de policía jamás me había topado con un caso tan extraño como el que empezó aquel fin de semana. Inició en octubre de este año. Gracias a mi terapeuta pude mantener un diario para evitar las pesadillas que me acompañaban desde hace ya mucho tiempo. Siento que al plasmar todo lo acontecido en estas hojas liberan mi mente y así la mantendré despejada hasta la resolución del caso al cual llamo “Latidos”. Además, me servirá para mantener un registro de la información que vaya recopilando en adelante. Todo empezó el sábado 4 de octubre.
Sábado 4 de octubre
¡Qué día! Honestamente no esperaba que mi primer caso fuera tan extraño. Cuando me ascendieron al cargo de detective en la unidad de homicidios estaba tan emocionado, pero ahora me siento… abatido. Después de tanto tiempo, solo rellenando papeles, esperaba con ansia que este caso sea menos extraño. Después de lo que vi por primera vez extrañé mis días como un simple oficial o rellenando informes nuevamente. Todos me dijeron que los primeros casos se sienten así, pero no en esta oportunidad.
La ruleta del destino puede ser muy cruel. En lugar de darme algo para lo cual estaba preparado a afrontar me siento sumido en una pesadilla ambulante.
La mañana empezó tranquila, las últimas lluvias de la temporada ya están pasando y el olor a pasto mojado era muy fuerte, muy reconfortante. Debería haber tenido un par de días libres y quería aprovecharlos en actividades que me relajaran. Pero mi estúpido celular sonó y más estúpido fui yo al contestarlo. Jamás debí atender esa llamada.
La ronca voz de José Mendieta sonó al otro lado. Somos compañeros de trabajo en la estación y anteriormente atendimos casos juntos. “Tienes que venir a la esquina de la cafetería en el centro, es urgente”, pronunció la última palabra con un cierto matiz de preocupación. Recogí mis cosas y fui al lugar lo más rápido posible.
Mis días libres ya se habían arruinado. En ese momento no me molestó. Sabía que sería mi primer caso después de todo, no puedo creer lo ingenuo que fui. Cabe destacar que ese entusiasmo se ha esfumado para estas horas. Al contrario, me siento completamente vacío. Es una sensación extraña.
Continuando. Cuando llegué pude ver cinco patrullas rodeando el café, casi una docena de ambulancias parapetadas "esperando recoger heridos”, pensé. La calle estaba bloqueada por las familiares cintas amarillas que servía como una débil barrera entre los curiosos y el escenario del crimen. Mientras caminaba a esa dirección vi a un joven que se subió a la estatua frente a la cafetería para intentar sacar una foto. Terminó resbalándose y golpeándose la clavícula. No pareció grave ya que levantó su celular con orgullo como si hubiera obtenido un trofeo.
Pude ver a José buscándome con la mirada. No tardó mucho en encontrarme y gritar mi nombre. Al pasar la barrera de gente aglomerada les mostré mi identificación a los oficiales que ya tenían las manos ocupadas evitando que los curiosos se metieran. Entre ellos varios medios de prensa que, como sanguijuelas, atacaban a un oficial realizando un millón de preguntas en medio minuto. Creo que fue en ese momento cuando mi entusiasmo empezó a decaer. Tuve el presentimiento que fuera lo que fuera que habría ocurrido debió ser grave para armar tal revuelo. Odio haber tenido la razón.
“¿Qué ocurrió aquí?”, recuerdo que fue mi primera pregunta. Los oficiales, médicos y forenses que circulaban estaban usando barbijos, parecían preocupados por no contraer algún tipo de enfermedad. Antes de que José respondiera a mi pregunta, lancé otra sin pensarlo y creo que era dirigida más a mí que a él. “¿Riesgo biológico?”.
“Tendrás que verlo por ti mismo”, me respondió. Mientras nos acercamos a la cafetería me dieron un barbijo, pero no lo utilicé por dos simples razones. La primera, eran muy incómodos y me empañaban los lentes, además de que no podría reconocer olores si eso era relevante para el caso. La segunda, mi padre fue un doctor muy reconocido en el campo de la epidemiología, al menos a nivel nacional. Gracias a él sabía que la clase de barbijos que nos entregaban no brindaban ninguna protección, a lo mucho evitaría que el olor nos incomodara. Se lo expliqué a José, pero él se lo colocó de todas formas, como si fuera un amuleto.
En el interior vi a muchos oficiales, sacando fotografías, marcando lugares que podrían ser relevantes para la investigación mientras recolectaban objetos y otras cosas desperdigadas en el piso. Pero mi atención se centró en las víctimas casi de inmediato. Había alrededor de una veintena de personas, todas muertas sin motivo aparente. Uno había caído de una manera grotesca. Su cuerpo parecía haber chocado en la pared cuando colapsó. Tenía la cintura pegada a ella, la espalda arqueada hacia atrás y sus brazos colgaban intentando alcanzar el suelo. Me di cuenta que su cinturón se había quedado enganchado a la altura de la cintura. Esa escena se me quedó grabada en la mente.
Todas las víctimas tenían espuma en la boca y sus ojos estaban completamente en blanco.
Francamente, no sé si fue el cuerpo que vi colgado o la cantidad de personas fallecidas las que me sorprendieron. Por un instante, pensé en colocarme el barbijo para protegerme de lo que sea que estuviera flotando en el aire. Algunas bebidas seguían calientes, no había pasado mucho tiempo desde que habían fallecido. No soy un experto, pero a simple vista parecía que ninguna de las víctimas sufrió antes de morir. Daba la impresión de que simplemente se habían apagado. Como si una fuerza invisible los hubiera fulminado mientras consumían sus alimentos.