Habían logrado entrar.
La pregunta era: ¿cómo?
—Tenemos que salir a investigar —dije mientras tomaba un bate con firmeza.
Me giré hacia los demás, observándolos uno por uno.
Y necesito que Nathaniel y Cora socialicen... así que se pueden quedar aquí.
—No podemos ir todos, así que Nathaniel y Cora se quedan —repetí lo que había pensado en voz alta, con decisión.
—¿Y por qué nosotros? —gruñó Cora, lanzándole una mirada molesta a Nathaniel, quien estaba sentado a un lado, intentando calmarse, respirando lento y profundo.
—Porque yo lo digo. No está a discusión.
Blaze, Jackson, Rosalie y yo nos armamos con bates y quitamos los seguros de la puerta de la bodega. El pasillo del supermercado se abría ante nosotros, desordenado y en silencio… demasiado silencio.
Huellas de sangre cruzaban el suelo de baldosas en distintas direcciones, formando un patrón caótico que parecía contar una historia de pánico.
—Miren, las huellas van hacia...
Un estruendo nos interrumpió. Una explosión.
Un cuerpo infectado había reventado cerca, dejando el aire con un olor metálico, ácido.
Pero, para serles sincera, no me preocupaban los zombies. Lo que realmente me inquietaba era que, para que hubieran entrado… alguien tenía que haber abierto una vía. Y eso implicaba que había un humano más allí dentro.
De pronto, se escuchó el sonido seco de una lata cayendo.
Todos nos tensamos al instante. Blaze y Jackson se pusieron frente a Rosalie y a mí, instintivamente protegiéndonos, mientras seguimos el rastro de huellas que se internaba más profundo en el supermercado… hasta que se detuvo frente a un...
¿Conducto de ventilación?
Desde el interior, apenas audible, se oían sollozos.
—Amor, alzame —le dije a Blaze, soltando el bate y señalando la rejilla metálica.
—¿Y si es una trampa? —protestó él, sin soltarme la mirada.
—¿Y si no lo es y alguien necesita ayuda? —repliqué con firmeza.
Blaze suspiró, derrotado.
—Está bien...
Me sostuvo con cuidado mientras me alzaba lo suficiente para alcanzar la rejilla. Con esfuerzo, la destapé y, al asomarme, lo vi.
Un niño.
Pequeño, flaco, abrazando con fuerza una mochila sucia y un oso de peluche desgastado. Sus mejillas estaban hundidas y su piel, pálida. Probablemente llevaba varios días sin comer.
—Hola, pequeño —dije en voz baja, procurando no asustarlo. Tenía el cabello castaño claro, y aunque desde mi posición no podía ver bien su rostro, no debía tener más de nueve años.
—¿Hola? —dijo, girando hacia mi voz.
—Me llamo Thea. Aquí nos estamos refugiando mi novio, mis amigos... y yo —añadí con suavidad, notando sus ojos grises. Un color peculiar, apagado por la tristeza que llevaba dentro. Era una mirada que no pertenecía a un niño. Ninguno debería cargar tanto dolor.
—Perdón... no quería asustarlos —murmuró con miedo—. Pero tenía mucha hambre… y mi mami ya no se movía.
Mi pecho se apretó. Lo miré con ternura.
—No te preocupes, pequeñín. Puedes quedarte con nosotros si así lo deseas. Aunque creo que no tienes muchas opciones —intenté sonreírle, buscando alivianar el momento.
Y entonces lo comprendí.
Así fue como los zombies lograron entrar: el niño, desesperado, había encontrado una vía de acceso.
—¿Por dónde entraste, pequeño? —le pregunté con suavidad.
—Rompí una ventana —respondió—. Mi mami me dijo que debía buscar a los buenos… y ayudarlos. Que nadie más los iba a ayudar.
Estaba tan solo, tan frágil, tan inocente. No entendía del todo lo que pasaba… pero algo en mí se encendió.
Una necesidad de protegerlo. De cuidarlo.
—Me llamo Elías —dijo aún temblando.
—Está bien, Elías. Vamos a ayudarte a bajar de aquí —dije con suavidad—. Luego me mostrarás desde dónde rompiste la ventana para intentar cerrarla con algo, ¿te parece?
—Amor… no sé si sea lo más seguro que el niño nos acompañe hasta allá —dijo Blaze, visiblemente cansado de sostenerme.
—Lo sé. Solo nos va a indicar desde lejos. Luego lo llevaré de vuelta a la bodega —le aseguré.
—Esa es mi chica —respondió con ternura, dibujando una sonrisa cansada.
Con cuidado, ayudamos a Elías a salir del conducto. Luego Blaze me ayudó a bajar, y yo cargué al niño sobre mis hombros, sujetándolo con firmeza.
—Indícame por dónde entraste —le pedí, asegurando sus delgados muslos con mis manos.
—Por esa ventana —señaló hacia una esquina del supermercado donde varias cajas se amontonaban. Entre ellas, se distinguía claramente una ventana con un enorme agujero en el centro del vidrio.
—¿Cómo demonios vamos a reparar esa…? ¡Ay! —exclamó Jackson, al tropezar con una caja.