La erupción de la locura

8. Marcas de lealtad.

El aire que se respiraba en la habitación era terriblemente tenso. Lo que alguna vez consideramos nuestro pequeño hogar en medio del caos, ahora parecía todo lo contrario: un nido de cuchillos, donde cada palabra era un filo nuevo.
Sentía ganas de huir, de desaparecer, y esas ganas se intensificaban cada vez que recordaba lo que había pasado… cómo explotaron, cómo se arrodillaron ante mí. Cómo los que alguna vez creí mis amigos empezaron a verme con otros ojos… ojos llenos de miedo.

Me encontraba recostada en el pecho de Blaze. Él estaba sentado, rodeándome con un brazo. Su calor, su cercanía, era lo único que me anclaba. Estas semanas él había estado más presente que nunca, más cercano que nadie. Me entendía… aunque yo misma ya no lo hacía.

Blaze y Nathaniel conversaban en voz baja, cosas sin sentido, como para llenar el vacío. Yo hojeaba el libro que Elías, el supuesto niño, nos había dado. Ese libro... parecía respirar. Las letras se deslizaban entre idiomas muertos y signos olvidados. Sin embargo, yo lo entendía. Demasiado bien.
Y a veces, mi mente intentaba recordarme cosas que no conocía. Rostros sin nombre, hombres de ojos vacíos, lugares tan oscuros que ni la luz de mi pensamiento podía alcanzarlos.

—No deberían estar cerca de ella —escupió Cora como si yo fuese basura infecta.

Me encogí. Las palabras dolían más cuando venían de quienes antes te abrazaban.

—¿Por qué? ¿Porque según tú ella es la que los mandó hacia acá? —respondió Blaze, con un tono tan cargado de rabia que su corazón latía contra mi espalda como un tambor de guerra.

—Según yo y según ese libro que aún sostiene en las manos —dijo, señalando el objeto que temblaba débilmente en mi regazo.

—Chicos, no tienen por qué pelear —intervino Nathaniel—. Ni siquiera entiendo por qué estamos tan divididos en primer lugar. Thea no es un monstruo. Estamos tratando de entender qué está pasando mientras ustedes solo descansan… cuidando a ese monstruo que intenta ser un niño —señaló a Elías con frialdad.

—¡No le digas monstruo! —gritó Rosalie—. Es un niño. Y estoy segura de que a ti también te tiene embobado Thea, pero no por lo que es, sino por sus grandes tetas.

Y hasta ahí llegué.

Me levanté lentamente, sintiendo la sangre hervir en mis venas.

—En primer lugar —dije, clavando la mirada en ella, en Cora, en Jackson—, ustedes no están haciendo ni mierda por averiguar algo para que podamos volver a casa. En segundo lugar, me señalan como si esto fuera mi culpa. ¿Desde cuándo manejo yo esto? ¡A mí también me atacaron! ¡También tuve miedo! Y en tercer lugar… no son solo “mis tetas grandes”. Es que yo sí uso el cerebro. Yo no me siento en una esquina a mirar al horizonte esperando que alguien venga a salvarnos.

Y volví a recostarme en el pecho de Blaze.

Silencio. Pesado. Incómodo. Lleno de pensamientos no dichos.

Hasta que Nathaniel habló.

—¿Por qué no dejas que le eche un vistazo a eso? —señaló el libro.

Blaze me acarició el cabello, un gesto tan tierno que casi me quiebra. Yo asentí.
—No sé qué pueda pasar… pero si quieres intentarlo —extendí el libro—, tómalo.

Nathaniel lo tocó. En cuanto sus dedos rozaron el cuero, una luz azul estalló como si el cielo se hubiera partido dentro de la bodega. Él gritó. Se apartó, cayendo al suelo con un quejido. El libro se cerró de golpe.

Elías giró la cabeza lentamente hacia nosotros. Su expresión no cambió, pero su voz resonó. En mi mente. En las paredes. En mis huesos.

—Solo la oscuridad puede tocar a la oscuridad.

No sé si lo dijo o lo pensé. Pero lo escuché con claridad. Como un eco antiguo.

¿Qué me está pasando?

Blaze me soltó con cuidado y corrió hacia Nathaniel. Yo lo seguí.

—¿Qué pasó?

—No sé… sentí como si el libro me rechazara —murmuró Nathaniel, aún con los ojos desorbitados. Luego, con una débil sonrisa—: Ha sido el rechazo más fuerte que me han hecho en la vida.

Blaze rió. Yo también. Pero duró solo un segundo.

Miré su mano. En el borde externo aparecía una marca: una calavera rodeada de algas y flores marchitas, atravesada por una cruz invertida.

Blaze lo notó también. Se quedó en silencio. Era el mismo símbolo que llevaban grabado los zombis… en la frente.

—Y sigues queriendo estar de su lado —dijo Rosalie, con desprecio.

—Maldita sea, ¡ya cállense! —espetó Blaze, con la voz rota de ira.

Y de repente, Elías gritó:

—¡LOS OSCUROS VIENEN!

Lo gritó con una voz que no podía salir de un niño. Lo gritó con una fuerza que sacudió los cimientos de la habitación.
Y lo volvió a gritar.

—¡LOS OSCUROS VIENEN!
¡LOS OSCUROS VIENEN!
¡LOS OSCUROS VIENEN!

Una y otra vez. Como un canto macabro. Como una maldición desatada.

El suelo empezó a vibrar. Las paredes temblaron. El libro se iluminó desde dentro con una luz azulada que parpadeaba como un corazón latiendo.

Las bombillas colgantes del techo estallaron una por una, dejando la habitación en una oscuridad intermitente. Una brisa helada se coló por debajo de la puerta, trayendo consigo un olor a humedad y ceniza.




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