La noche fue larga e insomne. Adelita estaba sentada en la sala, con la cabeza entre las manos. ¿Qué hacer? ¿Cómo salvar a su familia?
Al amanecer, cuando los primeros rayos del sol tocaron las montañas, alguien llamó a la puerta. Juana fue a abrir, murmurando maldiciones contra don Ignacio, pero no era él quien estaba en el umbral. Un joven mensajero, con ropa cubierta de arena y polvo del camino, le tendió una carta a Adelita.
—Para la señorita Monterrey. Personalmente.
En el sello de cera roja se distinguía un extraño escudo: un escorpión sobre un fondo negro de montañas. Adelita recordó las últimas palabras de su padre sobre la oscuridad y sintió que su corazón daba un vuelco.
Rompió el sello con manos temblorosas y leyó la carta. Con cada línea, sus ojos se abrían más por la sorpresa.
"Señorita Monterrey,
Han llegado a mí rumores sobre su difícil situación y sobre la infamia que comete don Ignacio Altamirano. Estoy dispuesto a ofrecerle una salida.
Pagaré todas las deudas de su familia. Su madre y sus hermanas permanecerán en esta casa, provistas de todo lo necesario.
A cambio, solicito su mano en matrimonio legal.
No mentiré: sobre mí circulan rumores aterradores. Pero le doy mi palabra de honor: será mi esposa, no mi amante. Será la señora de mis dominios, con todos los derechos de una esposa legítima.
Si acepta, dé su respuesta al mensajero. La boda será en tres días en Puebla.
El Escorpión"
¡El Escorpión! Adelita soltó la carta de sus manos, y esta cayó al suelo como si le hubiera quemado los dedos.
Un hombre leyenda. Un hombre fantasma. Sobre él se contaban historias que helaban la sangre. Las ancianas en el mercado susurraban que llevaba una máscara porque su rostro estaba desfigurado por horribles cicatrices, que había matado a cien hombres con sus propias manos, que había vendido su alma al diablo por su riqueza.
Pero...
Adelita se inclinó y recogió la carta, leyéndola de nuevo. "Le doy mi palabra de honor". "Mi esposa, no mi amante". Incluso en esas breves líneas se percibía dignidad. Respeto. No escribía promesas dulzonas ni mentía sobre un amor a primera vista. Era honesto, incluso la advertía sobre los rumores aterradores.
De su carta emanaba una dignidad completamente distinta a la propuesta de don Ignacio, quien primero la intimidaba y luego, cuando ella creció, le provocaba repulsión, como un sapo grotesco y repugnante.
Y de repente, lo recordó. Tenía solo doce años, era la fiesta de la cosecha en Oaxaca. Don Ignacio ya entonces la miraba. Ella bailaba con su padre, reía, y de pronto sintió una mirada sobre ella: pesada, pegajosa, como una telaraña. Don Ignacio estaba junto a una columna, bebiendo vino, y la observaba. La miraba de una manera que le hizo desear cubrirse con un chal, esconderse. Su padre lo notó y la alejó de allí, pero esa mirada...
Desde entonces, cada vez que don Ignacio venía a su casa por las deudas, sus pequeños ojos la recorrían como si la tocaran. Incluso cuando era una niña... especialmente cuando era una niña.
El Escorpión podía ser un monstruo. Pero era un monstruo que, al menos, la respetaba lo suficiente como para ofrecerle matrimonio. Un monstruo que daba su palabra de honor, que no la miraba como si fuera un pedazo de carne.
—¿Señorita? —El mensajero esperaba pacientemente. Era joven, de unos veinte años, con el rostro de un trabajador sencillo—. Mi señor espera una respuesta.
—Su señor... —Adelita hizo una pausa—. ¿Es realmente tan terrible como dicen?
El mensajero dudó por un momento antes de responder:
—Mi señor es un hombre de palabra, señorita. Eso es todo lo que necesita saber.
Un hombre de palabra. No un galán, no un hombre bueno ni gentil. Un hombre de palabra.
Adelita miró el pagaré en las manos del mensajero. Setenta mil pesos. La salvación para su familia. El precio: ella misma.
Pero, ¿acaso don Ignacio no quería lo mismo? Solo que sin una boda, sin honor, sin respeto. Quería hacerla su juguete, una cosa que usaría y desecharía cuando se cansara.
Al menos, El Escorpión le ofrecía ser su esposa. Tal vez fuera feo, tal vez cruel, pero la reconocía como persona, no como un objeto.
—¿Señorita? —insistió el mensajero.
Adelita se irguió. En ese momento, parecía una guerrera de antiguas leyendas: orgullosa, indomable, lista para enfrentar su destino con la cabeza en alto.
—Estoy de acuerdo... Mi señor desea que la boda sea en el camino hacia sus dominios.
—Transmita a su señor que seré la esposa de El Escorpión en sus términos y cuando él lo desee.
—¡Adelita! —gritó su madre. Absorta en sus pensamientos, Adelita no había notado que se acercaba—. ¡Estás loca! ¡El Escorpión es un monstruo!
—Tal vez, mamá. Pero es un monstruo que me ofrece una boda, no la deshonra de ser su amante.
El mensajero le entregó el pagaré por setenta mil pesos y desapareció en la niebla matinal.
Una hora después, volvieron a llamar a la puerta. Don Ignacio llegó con una sonrisa triunfal, seguro de su victoria. Sus pequeños ojos brillaban con la anticipación de su presa.
Adelita lo esperaba en medio de la sala. Se había cambiado de ropa; ahora llevaba un vestido azul que resaltaba el color de sus ojos y contrastaba con su cabello ardiente. Estaba de pie, orgullosa y erguida, como una reina antes de la batalla.
—¿Y bien, mi joven flor, has cambiado de opinión? —ronroneó don Ignacio. Ya no estaba enojado por su rechazo; probablemente estaba seguro de que ella había reconsiderado.
En lugar de responder, Adelita le arrojó el pagaré a la cara. El papel golpeó su mejilla y cayó al suelo.
—Aquí tiene su dinero. Hasta el último peso. ¡Ahora, fuera de mi casa!
El rostro de don Ignacio pasó de blanco a rojo y luego a casi morado.
—¿De dónde... quién te dio...?
—Me caso, don Ignacio. Con El Escorpión.
#70 en Novela romántica
#15 en Otros
romance y drama, matrimonio acordado, aventura mujer empoderada
Editado: 16.12.2025