La Escorpión

Capítulo 5: Boda en la oscuridad

A esa hora del día, la iglesia estaba fría y oscura como una cripta. Las velas junto al altar proyectaban largas sombras sobre las paredes de piedra, creando figuras grotescas que danzaban en la penumbra. El aire estaba cargado con el aroma del incienso y la cera vieja, mezclado con la humedad que se filtraba a través de los antiguos muros.

Adelita sentía que el suelo se desvanecía bajo sus pies. Su futuro esposo —El Escorpión— se giró lentamente hacia ella una vez más, y pudo observarlo mejor. Era alto, mucho más alto que ella, con hombros anchos que se tensaban bajo un chaleco negro. Su figura emanaba fuerza y peligro, pero también había en él una extraña gracia: la gracia de un depredador que conoce su poder y no necesita demostrarlo.

La máscara...

Una máscara de cuero negro cubría la parte superior de su rostro, dejando al descubierto solo una barbilla firme con un hoyuelo en el centro y unos labios perfectamente delineados, como esculpidos por un artista. La misma cicatriz blanca y delgada se extendía desde la comisura de los labios hasta la barbilla, un vestigio de alguna batalla o tragedia pasada.

Pero lo más inquietante no era eso. Lo más inquietante era el pañuelo: un pañuelo de seda negra que cubría la parte inferior de su rostro, desde la nariz hasta el cuello. Junto con la máscara, ocultaba completamente su cara, dejando visibles solo los ojos.

¡Los ojos... Dios mío, qué ojos tenía! No eran amarillos, como decían en las posadas. Eran castaños con destellos dorados, como bronce fundido. Ojos que escondían tanto: dolor, soledad, determinación y algo más... algo que hizo que Adelita contuviera el aliento. ¿Anhelo? ¿Esperanza? ¿Miedo?

La miraba con tanta intensidad que parecía querer memorizar cada rasgo de su rostro, cada peca, cada mechón de cabello. Y en esa mirada no había la lujuria pegajosa y sucia de don Ignacio. Había... ¿curiosidad? ¿Evaluación? ¿Tal vez incluso aprobación?

—Señorita Monterrey —dijo finalmente, y su voz recorrió los nervios crispados de Adelita como un trozo de terciopelo. Un tono bajo, profundo, con un leve acento, no español, tal vez del norte—. Soy Damián. Gracias por venir.

Damián. Tenía un nombre. No era solo El Escorpión, el temido fantasma de las leyendas. Damián. Una voz masculina, un nombre común. Eso la tranquilizó un poco.

—Señor —Adelita hizo una profunda reverencia, como le había enseñado su padre. Su voz temblaba, pero se esforzaba por mantener la dignidad—. Estoy... agradecida por su ayuda a mi familia.

Él inclinó la cabeza ligeramente, casi imperceptiblemente, y luego dirigió su mirada a doña Dolores, quien aún estaba en la puerta, pálida como la muerte, aferrándose al brazo de Juana.

—Doña Dolores —hizo una leve inclinación—. Lamento su pérdida. Don Ricardo era un hombre digno.

—¿Usted... conocía a mi esposo? —preguntó la madre de Adelita, sorprendida.

—Nos encontramos una vez, hace mucho tiempo. En una feria en Oaxaca. Fue uno de los pocos que no apartó la mirada al verme.

De nuevo, el silencio. Un silencio pesado y tenso, roto solo por el llanto silencioso de doña Dolores.

El padre Miguel, un anciano sacerdote de ojos castaños bondadosos y barba gris, carraspeó con delicadeza.

—¿Podemos comenzar la ceremonia? Los testigos ya están aquí.

¿Testigos? Adelita solo entonces notó a otras dos personas en la iglesia. Uno era un hombre delgado de unos treinta años, con el rostro curtido de un vaquero y pistolas al cinto. El otro, un indígena anciano vestido con ropa sencilla pero limpia, con un rostro digno y ojos negros penetrantes.

—Este es Lorenzo —presentó Damián al hombre delgado—. Mi... amigo. Y Pancho, el mayordomo de mi hacienda.

Lorenzo asintió, su rostro permaneció impasible. Pancho hizo una leve reverencia, y en sus ojos Adelita vio algo parecido a compasión.

—Comencemos —dijo Damián al padre Miguel.

El sacerdote abrió su libro de oraciones. Su voz, tranquila pero clara, llenó la iglesia con las palabras latinas de un antiguo ritual.

In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti...

Adelita se acercó al altar con piernas de algodón. Cada paso era un esfuerzo, como si caminara sobre agua. Damián permanecía inmóvil, esperando. Cuando ella se acercó, él extendió una mano: dedos largos de músico o artista, pero con callos de manejar armas.

Ella colocó su mano en la de él y sintió lo pequeña que era en su palma. Su mano estaba cálida, seca. Él apretó sus dedos, no con fuerza, pero de manera perceptible, como si quisiera asegurarse de que era real.

—Hijos míos —comenzó el padre Miguel en español—, nos hemos reunido aquí...

Las palabras pasaban por Adelita sin detenerse. Estaba de pie, sosteniendo la mano de un desconocido con máscara, y se sentía como en un sueño. O en una pesadilla. La iglesia estaba vacía: solo ellos, los dos testigos, su madre y Juana. Sin invitados, sin música, sin flores, salvo las que llevaba entrelazadas en el cabello. No era así, en absoluto, como había imaginado el día más feliz de su vida... Era la boda más triste que se pudiera concebir.

—Damián —la voz del sacerdote la sacó de su ensimismamiento—, ¿tomas a Adelita Monterrey como tu esposa, para amarla y protegerla, en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe?

Adelita notó que incluso ahora el padre no mencionó el apellido del novio, un detalle que no pasó desapercibido para ella.

—Sí —respondió Damián. Una sola palabra, dicha con firmeza, sin vacilación.

—Adelita Monterrey, ¿tomas a Damián como tu esposo, para amarlo y obedecerlo, en la alegría y en la tristeza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte los separe?

Obedecer. Esa palabra la golpeó como un látigo. Obedecer a un hombre que no conocía, cuyo rostro nunca había visto...

Damián, como si sintiera su duda, apretó su mano de manera casi imperceptible. No de forma amenazante, más bien reconfortante.




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