La Escorpión

Capítulo 8.1: El primer amanecer

Lo primero que sintió Adelita al despertar fue calor. No solo el calor de la manta o del sol matutino que se filtraba a través de las pesadas cortinas. Era un calor vivo, el de un cuerpo ajeno que la abrazaba, la envolvía, la protegía del mundo.

Se quedó inmóvil, temerosa de moverse, de romper la magia del momento. Damián dormía, apretándola contra sí, con una mano en su cintura y su aliento cosquilleando el cabello en su nuca. Incluso en sueños la sostenía con fuerza, como si temiera que desapareciera.

La noche anterior... ¡Dios mío, la noche anterior! Adelita sintió que sus mejillas ardían al recordarlo. Pasión, ternura, descubrimiento. Dolor que se transformó en placer. Y su rostro, finalmente al descubierto, hermoso, vulnerable en los momentos de éxtasis.

Con cuidado, se giró en sus brazos para mirarlo. A la luz de la mañana, sin máscara ni pañuelo, parecía más joven, más tranquilo. Su cabello negro se desparramaba sobre la almohada, las largas pestañas proyectaban sombras sobre sus mejillas morenas. Esa delgada cicatriz que iba de la comisura de los labios a la barbilla añadía a su belleza una imperfección que la hacía aún más atractiva.

Hermoso. Increíblemente hermoso. Y era su esposo.

De repente, sus ojos se abrieron, sin transición entre el sueño y la vigilia. Castaños con destellos dorados, alerta, vigilantes. Un guerrero que despierta listo para el peligro.

Pero al verla, su mirada se suavizó. Una leve sonrisa apareció en sus labios.

—Buenos días —susurró, con la voz ronca por el sueño.

—Buenos días, mi esposo —respondió ella, sorprendida por su propia valentía.

Se miraron el uno al otro, y en esa mirada había tanto: asombro, ternura, incertidumbre, esperanza. Dos personas que se habían encontrado en la oscuridad y ahora no sabían qué hacer a la luz del día.

Damián levantó una mano, recorrió con los dedos su mejilla, la línea de su mandíbula, y se detuvo en sus labios.

—Eres real —susurró con asombro—. No un sueño.

—Soy real. Y estoy aquí. Contigo.

Algo cambió en sus ojos. ¿Dolor? ¿Miedo?

—Adelita... anoche... no planeé... no pensé que...

Ella contuvo el aliento.

Él la atrajo más cerca.

—Fue la mejor noche de mi vida —confesó, sorprendiéndola—. Espero que no te arrepientas. Que no quieras irte cuando veas cómo es la vida aquí, en La Soledad.

Adelita colocó una mano en su mejilla, sintiendo la leve aspereza de su barba bajo los dedos.

—No soy como las demás. Soy tu esposa. Y no me iré a ninguna parte.

Él la miró como si fuera un milagro, luego se inclinó y la besó, lentamente, con ternura, saboreando cada instante. No había la urgencia de la noche anterior, solo la dulce pereza de la mañana y la certeza de que tenían tiempo.

Cuando se separaron, ambos respiraban con dificultad.

—Cuéntame quién eres —pidió Adelita, jugando con un mechón de su cabello—. La verdadera historia. No las leyendas, no los rumores. La verdad.

Damián se giró sobre su espalda, atrayéndola hacia sí de modo que su cabeza descansara sobre su pecho. Ella podía escuchar los latidos de su corazón, fuertes, rítmicos.

—Mi nombre completo es Damián Alejandro de Sandoval y Yarza. Mi padre era vasco, don Álvaro de Sandoval, de una antigua familia aristocrática. Mi madre, Mayra Luna Roja, hija de un jefe de la tribu yaqui.

—¿Luna Roja? Qué nombre tan hermoso.

—Nació en una noche de luna llena, cuando estaba roja por el polvo en el aire. Su tribu lo consideró una señal. Decían que traería grandes cambios.

Hizo una pausa, su mano acariciando inconscientemente su cabello.

—Se conocieron cuando mi padre tenía treinta años y ella dieciocho. Él vino a comprar tierras para minas de plata. La vio junto al río, lavando ropa. Se enamoró al instante, perdidamente. Ella también. Pero su unión era imposible: un aristócrata vasco y una indígena. Ambas partes estaban en contra.

—¿Pero se casaron?

—Sí. Mi padre renunció a su herencia, a su familia, a todo. Construyó esta hacienda, lejos de todos, un lugar donde podían estar juntos. Yo nací un año después. Debía ser el primero de muchos hijos, pero...

Su voz se endureció, se volvió más fría.

—Cuando tenía diez años, comenzó una rebelión contra el presidente. Mi padre apoyó a los rebeldes: les daba dinero, armas, refugio. Alguien lo delató. Los soldados vinieron de noche. Lo arrestaron, lo juzgaron por traición y lo ejecutaron en una plaza en la Ciudad de México. Públicamente. Como ejemplo para otros.

Adelita sintió cómo su cuerpo se tensaba con los dolorosos recuerdos.

—Mi madre no lo superó. Lo amaba más que a la vida. Un mes después de la ejecución, fue a las montañas, a un lugar sagrado de su pueblo, y... no regresó. Encontraron su cuerpo cerca de una cascada. Dicen que saltó. Yo creo que simplemente fue tras él.

—Damián... —Adelita lo abrazó con más fuerza—. Lo siento tanto.

—Eso fue hace veinte años. Yo tenía diez. Me quedé solo: un mestizo, hijo de un traidor, heredero de tierras confiscadas. Los parientes de mi padre no querían saber nada de mí. La tribu de mi madre me consideraba demasiado español. No pertenecía a nadie.

—¿Cómo sobreviviste? ¿Cómo conservaste la hacienda?

Damián sonrió con amargura.

—El viejo Pancho. Sirvió a mi padre y se quedó conmigo. Y algunos sirvientes leales más. Nos escondimos en las montañas, vivimos como pudimos. Aprendí a sobrevivir: cazar, pelear, robar cuando era necesario. Y cuando crecí, comencé a recuperar lo mío.

—¿Pero cómo? Si las tierras fueron confiscadas...

—Oficialmente, sí. Pero los funcionarios que las recibieron no sabían qué hacer con tierras en las montañas, lejos de todo. Comencé a recomprarlas, pedazo por pedazo, a través de intermediarios, bajo diferentes nombres. Las minas de plata de mi padre seguían funcionando, ilegalmente, pero de manera rentable. En diez años recuperé todo. Y construí más.




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