Damián y Vito se acercaban por el sendero hacia el invernadero.
—...no puedes confiar en ella de inmediato —decía Vito—. Recuerda a Alberta. Ella también parecía dulce al principio.
—Adelita no es Alberta.
—¿Cómo lo sabes? ¡Ha pasado solo una semana! No sabes nada de ella. Podría ser una espía enviada por tus enemigos.
—Vito, basta.
—¡No, no basta! Eres mi amigo, no permitiré que una muchacha te destroce de nuevo. ¿Recuerdas cómo estabas después de Carmen? Semanas sin salir de tu habitación, descuidando nuestros asuntos...
—¡He dicho que basta!
La voz de Damián era fría, autoritaria. La voz de El Escorpión.
—Adelita es mi esposa. Confío en ella. Y tú la tratarás con respeto, o buscarás otro lugar.
Silencio. Luego Vito dijo en voz más baja:
—Solo me preocupo por ti, hermano. Eres mi único amigo. No quiero verte sufrir de nuevo.
—Lo sé. Pero esta vez es diferente. Ella es diferente. Dale una oportunidad, Vito. Por mí.
—Está bien. Pero estaré vigilante. Y si ella...
—No traicionará. Lo sé.
Los pasos se alejaron. Adelita estaba entre las orquídeas, con el corazón latiendo con fuerza. Vito no confiaba en ella, la consideraba una amenaza. Y Damián... Damián la defendía, confiaba en ella.
—¿Señora? —María la miraba con preocupación—. ¿Está todo bien?
—Sí, todo está bien. Solo... me quedé pensando.
Pero en su mente resonaban las palabras de Vito. Las esposas anteriores. Alberta, que "parecía dulce". Carmen, tras cuya partida Damián no salió de su habitación durante semanas. ¿Qué secretos escondía La Soledad?
El almuerzo fue servido en la terraza con vista a las montañas. La mesa estaba puesta para tres: Damián ya estaba allí y, para sorpresa de Adelita, Vito también.
—Vito almorzará con nosotros —dijo Damián—. Quiere conocerte mejor.
Adelita se sentó, sintiendo la tensión. Vito la observaba, estudiándola, evaluándola.
—Entonces, señora —comenzó, sirviéndose carne—, cuénteme sobre usted. Damián dice que es de Oaxaca, ¿verdad?
—Sí. Mi familia ha vivido allí por generaciones.
—Monterrey. Un nombre distinguido. ¿Su padre era don Ricardo Monterrey?
—Sí.
—He oído de él. Un buen hombre, dicen. Lástima que muriera endeudado.
Fue un comentario rudo, pero Adelita no se dejó provocar.
—Mi padre era demasiado bueno. Confiaba en personas que no lo merecían.
—¿Y por eso se casó con Damián? ¿Por las deudas?
—Vito —advirtió Damián.
—Es una pregunta válida. Apareció de la nada, se casó contigo sin siquiera conocer tu rostro. ¿No es extraño?
Adelita dejó el tenedor y miró a Vito directamente a los ojos.
—Tiene razón. Me casé con Damián por las deudas. De lo contrario, mi familia habría terminado en la calle. Pero ¿sabe qué? No me arrepiento. Resultó ser un mejor hombre de lo que podría haber imaginado. Bueno, noble, culto. Sí, misterioso y complejo, pero ¿es eso malo?
Se giró hacia Damián y tomó su mano.
—No sé qué pasó con las esposas anteriores. No sé sus secretos. Pero sé una cosa: estoy aquí, soy su esposa y no me iré a ninguna parte. Incluso si usted, señor Vito, me mira como si fuera una enemiga.
El Gato levantó las cejas, sorprendido. Luego, inesperadamente, sonrió.
—Tiene carácter, Damián. Eso es bueno. Los débiles no sobreviven aquí.
—No soy débil —dijo Adelita con firmeza.
—Ya veremos. El tiempo lo dirá.
El resto del almuerzo transcurrió más tranquilo. Vito contó historias sobre sus aventuras con Damián: cómo se conocieron durante una pelea en una cantina, luchando espalda con espalda contra una docena de atacantes, cómo construyeron una red comercial, cómo combatieron a bandidos.
—Me salvó la vida más veces de las que puedo contar —dijo Vito, bebiendo vino—. Yo era un huérfano sin valor, un ladrón. Él me dio un trabajo, un propósito, un hogar. Daría mi vida por él.
—Y por mi esposa también —añadió Damián, mirando a su amigo.
Vito miró a Adelita y asintió.
—Y por su esposa también. Si realmente es suya.
Después del almuerzo, Vito se marchó: había asuntos en el rancho. Damián y Adelita se quedaron en la terraza, tomando café y mirando las montañas.
—Solo te está protegiendo —dijo Adelita.
—Lo sé. Es un buen amigo. El mejor. Solo... demasiado cauteloso.
Se sentaron en silencio, observando cómo el sol descendía lentamente hacia el horizonte. El primer día de su verdadera vida juntos llegaba a su fin.
—Damián —dijo Adelita—, toca algo más para mí. Esa canción alegre.
Él sonrió, fue por la guitarra y regresó. Se sentó a su lado y comenzó a tocar. La música llenó el aire vespertino: viva, alegre, llena de esperanza.
Adelita cantaba con él, aunque no conocía las palabras, simplemente tarareaba la melodía. Pancho, que pasaba por allí, se detuvo a escuchar, y una sonrisa apareció en su rostro anciano.
—No había oído a don Damián tocar algo alegre en diez años —susurró a María, quien también se había detenido a escuchar.
—La señora lo ha cambiado —respondió la chica.
—Que Dios quiera que sea para siempre.
Y en la terraza, Damián y Adelita estaban sentados juntos, unidos por la música y la felicidad recién encontrada. El sol se ponía detrás de las montañas, tiñendo el cielo de oro y carmesí. El primer día verdadero de su matrimonio llegaba a su fin.
Damián dejó de tocar, apoyó la guitarra a un lado y se giró hacia Adelita.
—Baila conmigo.
—Pero no hay música.
—Sí la hay. Escucha.
Ella prestó atención. El viento jugaba en los árboles, la fuente gorgoteaba, en algún lugar cantaban pájaros nocturnos.
—La música de la naturaleza —sonrió Damián.
Se levantaron, él la rodeó por la cintura y tomó su mano en la suya. Comenzaron a bailar, lentamente, con ternura, moviéndose al ritmo que solo ellos podían escuchar.
Luego se besaron, larga, profunda y apasionadamente. El mundo a su alrededor desaparecía, quedaban solo ellos: dos personas que habían encontrado el amor de la manera más inesperada.
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Editado: 16.12.2025