Alejandro se encontraba en un punto de inflexión. La colaboración con Emilia había sido un éxito, pero también le había hecho darse cuenta de que era hora de cerrar esa etapa de su vida y mirar hacia adelante. París, con sus luces y sombras, había sido testigo de su amor y ahora sería el escenario de su transformación.
Decidido a hacer un cambio significativo, Alejandro comenzó por reorganizar su estudio. Donó varias de sus obras a instituciones benéficas, vendió otras y guardó solo aquellas que marcaban hitos personales en su carrera. Quería menos recordatorios del pasado y más espacio para nuevos comienzos.
Luego, tomó una decisión aún más drástica: dejaría París por un tiempo. Sentía la necesidad de explorar nuevos horizontes, de buscar inspiración en otros lugares y culturas. No era una huida, sino una búsqueda; no era olvidar, sino aprender a recordar de una manera que no doliera.
Antes de partir, Alejandro escribió una última carta a Emilia. No era una carta de amor, sino de agradecimiento y despedida. Le explicaba que había decidido emprender un viaje para redescubrirse a sí mismo y que, aunque siempre la llevaría en su corazón, necesitaba hacerlo solo.
Emilia, al recibir la carta en Roma, sintió una mezcla de tristeza y comprensión. Sabía que Alejandro estaba haciendo lo correcto para él, y aunque le dolía saber que se alejaba, también se sentía orgullosa de su valentía.
Alejandro partió hacia Asia, donde las antiguas tradiciones y los paisajes impresionantes le ofrecían un contraste refrescante con la vida europea. Se sumergió en el estudio de técnicas artísticas orientales y encontró una nueva voz en su arte, una que hablaba de paz interior y equilibrio.