Phalanthir — Ciudad de Eldarien,
Palacio Áureo, Sala de la Asamblea de los Siete Estandartes,
El rugir de cien carruajes había inundado Eldarien al alba, pero ahora, dentro de la Sala de la Asamblea, reinaba un silencio tenso que cortaba como hielo. El recinto —un hemiciclo revestido de lapislázuli y columnas jaspeadas— acogía a los duques bajo una cúpula donde brillaba el escudo real de Phalanthir, sostenido por dos grifos de oro macizo. Allí, sobre estrados semicirculares, se agrupaban los representantes de las provincias: estandartes ondeando apenas —leones, rosas, soles hendidos y cruces de espadas—, como si temieran ondear demasiado y encender la chispa que faltaba.
En el estrado norte, la Marquesa Yrindela Courtevan lucía un vestido verde esmeralda que dejaba a la vista un medallón con la flor de Valthenor; su sonrisa parecía cincelada en piedra pulida. Frente a ella, el Duque Arvad Darvelion vestía capa de piel gris y llevaba al cinto un puñal ceremonial; sus ojos, dos nubes de tormenta, no se apartaban del estandarte de la rosa. A sus lados se alineaban los portavoces de Lotharion, Anzur y la belicosa Thiriandor, cuyas rivalidades antiguas bullían bajo expresiones cuidadas.
El Gran Canciller anunció la apertura con un golpe de cetro sobre la obsidiana:
—Que la Asamblea de los Duques quede reunida. Que las lenguas decidan lo que el acero aún no ha dictado.
Un murmullo recorrió los palcos. El Conde Vhalmar de Lotharion alzó un pergamino:
—Señores, tenemos informes de escaramuzas en la frontera este. Mis granjeros hallaron lanzas darvelianas clavadas en sus campos. ¿Es esto signo de paz… o preludio de conquista?
Arvad inclinó apenas la cabeza, voz grave:
—Quizá vuestras cosechas crecen sobre terreno robado. Una lanza en un surco es solo un recordatorio de dónde empieza la montaña.
—¿Y el vino de Valthenor adulterado con veneno leve? —espetó la Dama Tyrissa de Anzur, agitando una copa sellada—. Mis catadores cayeron enfermos después de un brindis “amistoso”. Si esta es la cortesía de las rosas, mejor nos preparamos para sus espinas.
Yrindela desplegó la sonrisa sin mostrar dientes:
—El vino viaja en barriles; no escolto cada uno. Quizá la enfermedad nació en las bodegas de Anzur… o en rumores ansiosos por incendiar los ánimos.
El Canciller golpeó de nuevo, pero las voces ya se superponían: acusaciones de emboscadas, de espías, de puentes saboteados. De un lado a otro, mensajeros asistían a sus señores con mapas manchados de tinta roja donde las líneas de frontera parecían temblar bajo el pulso de cada mano. Más arriba, en la Galería de los Cronistas, plumas frenéticas trataban de registrar insultos disfrazados de cortesía: “vuestra preclaridad”, “vuestra obstinada visión”, “vuestra memoria selectiva”.
Sevrin Caervalis observaba desde el pasillo superior, oculto tras una gárgola dorada. Sus ojos seguían el tejido de gestos: el leve movimiento del anillo de Arvad —una señal a sus capitanes—, la inclinación casi imperceptible del abanico de Yrindela —código para los diplomáticos de Valthenor—. En un pliego cifrado que llevaba bajo la manga, ya figuraban los nombres de quienes serían amigos útiles y los que, antes del próximo solsticio, podrían convertirse en mártires convenientes.
—¡Basta! —tronó la voz del Arzobispo Magnarió, erguido en su púlpito carmesí—. El Rey Thaernys os dio mesa para la palabra, no para la guerra. Cada amenaza pronunciada aquí será considerada desafío ante los dioses.
Las miradas se cruzaron como filos relucientes. Nadie replicó… pero las espaldas tensas revelaban que la paz era apenas una tela delgada ardiendo por los bordes. El Canciller anunció el receso, mas pocos se movieron: parecía que abandonar la sala equivaldría a ceder terreno.
En la antesala, sirvientes ofrecían bandejas de fruta confitada y caldos amargos para templar el ánimo. Casi nadie los aceptó. Arvad se acercó a Yrindela con paso medido; un círculo de asesores los rodeó en falso gesto de cortesía. Sus palabras fueron susurros, pero el filo se percibió a distancia:
—Vuestras rosas perfuman el aire, Marquesa, pero no ocultan el hedor de la pólvora.
—Y vuestras montañas, Duque, proyectan sombra larga; recordad que las rosas crecen mejor a la sombra… pero sus raíces acaban por horadar la roca.
Separados por un palmo de aliento y varias eras de orgullo, se inclinaron con respeto tácito y se alejaron, cada uno custodiado por su propio silencio, como dos espadas envainadas que sueñan con desenvainarse.
En los balcones altos, los heraldos empaquetaban nuevas misivas; las palomas aguardaban con picos inquietos. Eldarien, corazón de Phalanthir, latía acelerado: un latido de pregón y conjura. La Asamblea se reanudaría al caer la tarde, pero el veredicto ya volaba por encima de los techos de pizarra: un hilo delgado separaba al reino de la guerra, y los dedos que sostenían ese hilo temblaban de impaciencia.
En la penumbra del corredor, Sevrin acarició el cilindro del Edicto sellado. Con un gesto casi reverente, susurró a nadie:
—Que la música continúe. Cuando el hilo se rompa, cada nota sabrá a victoria… incluso las disonantes.
Y el murmullo creciente de Eldarien se alzó como preludio de una sinfonía compuesta con amenazas veladas, sonrisas afiladas y tambores que, aunque aún lejanos, ya retumbaban en las montañas de Darvelis y en los jardines de Valthenor.
----------------
Ducado de Darvelis — Fortaleza de Rocanieve,
Arena del Bastión de la Nieve Roja,
El sol de mediodía apenas lograba perforar la bruma helada que coronaba las almenas de Rocanieve cuando las cuerdas de los clarines convocaron a la nobleza para el Combate de Invocación de Honor, rito que marcaba la transición de un heredero a la categoría de espada juramentada. Las gradas circulares —talladas directamente en la ladera rocosa— se iban llenando de estandartes engalanados con leones rampantes y capas mullidas de piel de lobo. El aire era un soplo gélido que olía a resina y a hierro bruñido.