Y comenzó a llover.
Logró encender la vela con cierta dificultad y parcialmente mareada. La mejilla derecha le ardía y una gota de sangre proveniente de la nariz cayó directamente sobre la madera del escritorio. Falló nuevamente en atraer un pretendiente y su padre solo emitió una mirada de reproche seguido de una bofetada.
¡Lo odiaba!... y su hermano mayor le recriminó su falla. Ambos resultaban ser dos patéticas sanguijuelas. Los negocios familiares en la ciudad septentrional Wisborg, reino de Suecia. Iban de mal en peor.
Sumado a los vicios de su progenitor y hermano, les gustaba las mujeres rápidas y los ponis lentos.
¡Y en otro tiempo como distinguidos miembros aristócratas, la familia Magnier cayó en desgracia!
Se limpió cuidadosamente la sangre de las fosas nasales y rompió en llanto. No estuvo segura sobre cuanto lloró, pero la vela se había consumido hasta la mitad y deduciendo la hora.
—¡La hora del lobo!— le susurraron.
—¡La hora del lobo!— repitió.
La difunta Marie-Therese Odenger solía visitarla y susurrarle al oído ciertas cosas. En vida le habló sobre la siniestra hora del lobo. Es imperativo comprender que el lobo es carnívoro encarnado y es tan ladino como feroz; si ha gustado el sabor de carne humana, ya ninguna otra lo satisfará.
Naturalmente; "La hora del lobo es el momento entre la noche y la aurora cuando la mayoría de la gente muere, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas son más reales, cuando los insomnes se ven acosados por sus mayores temores, cuando los fantasmas y los demonios son más poderosos...".
Esas fueron las últimas palabras de Marie-Therese Odenger antes de su fatídico accidente, en pleno paseo de su cumpleaños número 15 y cumpliendo dos años de su lamentable deceso.
—¡La hora del lobo!— repitió nuevamente.
El fantasma de Marie-Therese Odenger le susurro. La lluvia se detuvo.
No tuvo conciencia de sus actos hacia el viejo cementerio de la ciudad que, irónicamente, estaba a menos de quinientos metros y accesible incluso por un camino de tierra antiguo. El lodo en su calzado y acomodando la caperuza roja sobre su larga melena rojiza.
No estaba segura en la forma que solía caer bajo ese embrujo del fantasma de Marie-Therese Odenger. Menos como lograba burlarse de su familia para su pequeño paseo nocturno.
—¡La hora del lobo!— escuchó.
Un paso y luego otro. No necesitaba un farol para iluminar su camino.
La luna brillaba intensamente en el cielo nocturno y permitía una visión decente. Un par de ojos brillantes se cruzaron en su campo de visión y se esfumó.
A lo lejos escuchó los pesados carros que llegaban a la ciudad con sus mercancías. La cúpula aristócrata local estaba lejos de igualarse a sus semejantes de las metrópolis ubicadas en el sur o el oeste. Aunque los bailes, fiestas o incluso eventos sociales tenía un encanto propio de la septentrional Wisborg.
Siguió caminando.
Las primeras lápidas parcialmente enterradas y deterioradas le daban la bienvenida a su inesperada visitante.
Marie-Therese Odenger le señaló el camino a seguir dentro del cementerio. Ella se coronó con una especie de diadema construida por ramas entre lazadas y flores de la temporada. Los viejos árboles parecían ayudarla en su trayecto hacia el corazón del campo santo.
En el corazón del cementerio, aunque fuera poco común con lápidas desgatada por el paso del tiempo. En este caso, las lápidas apenas mostraban signos de desgate. Marie-Therese Odenger reía mientras danzaba descalza sobre las lápidas del corazón del cementerio.
Marie-Sybil Magnier o simplemente Sybil —17 años de edad—, cayó presa de la sobrenatural invitación para sumarse a fantasmas, demonios, licántropos y vampiros en pleno festejo. Danzó a la par de su difunta amiga y extendiendo los brazos. Los ilustres invitados gozaban de la noche.
—¡Desea compartir este vals macabro, fräulein!— y los invitados se esfumaron por la inesperada interrupción de aquel hombre de mirada lupina.
—¡Nosferatu!— bufó Marie-Therese Odenger.
Un hombre alto, atlético, cabello rubio platinado y ojos semejantes a lunas gemelas de plata. Vestía completamente de negro y una grotesca sonrisa de lobo.
Sybil recuperó la noción de la realidad. No estaba seguro sí aún permanecía en la extraña fantasía. Retrocedió bruscamente y quedando a espaldas de un viejo árbol. Tragó saliva y aparto la mirada.
—¡Disculpe, fräulein!— dijo el hombre. —No quería interrumpir.
El can emergió por detrás del hombre con el lomo erguido y estudiando a la joven.
—¡Un lobo!— exclamó Sybil, aterrada.
Sintió que su corazón, se presionaba violentamente y el hombre junto a su siniestro familiar se iban acercando.
—No, — dijo el hombre. —No tema a mi perro-lobo. Es un ejemplar único en su especie por está región. Kazan es un buen animal, aunque su padre fuera un lobo y únicamente responde ataca solo sí se lo ordenó. Le gusta correr por el bosque en mis partidas de cazas. Nunca dañaría a una hermosa dama.