El sonido de las pisadas resonó en el pasillo antes de que la puerta se abriera de golpe.
Lucien Leclair irrumpió en la habitación con el periódico arrugado en la mano.
El titular saltaba en tinta negra:
“El heredero Leclair se casa por obligación. Claire Aubert, víctima del destino.”
EEloise evantó la vista del libro que fingía leer.
No se sorprendió. Había esperado esa visita desde el amanecer.
—¿Fuiste tú? —preguntó él, la voz contenida como una amenaza.
—¿A qué se refiere, monsieur? —respondió con calma.
Lucien arrojó el periódico sobre la mesa.
Las fotografías mostraban a Claire en el jardín de la mansión, el rosario entre las manos, los ojos humedecidos.
El fondo nevado y la luz del atardecer convertían la escena en un retrato sagrado.
—A esto —gruñó él—. ¿A quién más podría convenirle?
Eloïse se levantó despacio.
—No fui yo quien posó para las cámaras.
—No mientas.
—Y usted no ve —replicó sin subir la voz—. Porque no quiere.
Lucien dio un paso hacia ella. Su mirada gris era dura, pero detrás de la frialdad había algo más: desconcierto.
La mujer frente a él no era la sombra que lo seguía en silencio por los pasillos cuando eran jóvenes.
Su porte, su serenidad, su belleza nueva lo desarmaban sin permiso.
—Tú no entiendes lo que has hecho —dijo al fin—. Claire está siendo humillada por tu culpa.
Eloïse soltó una leve sonrisa, sin humor.
—¿Humillada? Está en todas las portadas, rezando bajo la nieve. Ni una actriz lo habría hecho mejor.
Lucien se tensó.
—No vuelvas a hablar de ella así.
—Entonces deje de defenderla como si fuera santa.
El aire entre ambos se volvió denso.
Lucien dio otro paso, tan cerca que Eloïse pudo sentir su respiración, el leve olor del perfume caro que siempre usaba.
Durante un instante, no supo si la ira de él la asustaba o la atraía.
—Escúchame bien —dijo él, bajo, con una calma peligrosa—: no volverás a provocarla. No volverás a buscar problemas. Mantente lejos de los fotógrafos y de mí.
Eloïse sostuvo su mirada.
—Tarde para lo primero —susurró—. Imposible para lo segundo.
Lucien la miró un segundo más y se apartó.
Tomó el periódico, respiró hondo y salió, cerrando la puerta con un golpe seco.
*****
En el jardín, Claire fingía no ver al fotógrafo que la seguía desde temprano.
Sostenía el rosario con los dedos delicados, las lágrimas perfectamente medidas.
—Por él, por su padre —murmuró al aire, sabiendo que la grabadora captaba cada palabra.
La nieve caía, y su tristeza era noticia.
*****
Esa noche, el fuego del despacho apenas iluminaba el rostro de Lucien.
Las sombras se alargaban sobre los muros, y el vaso de whisky permanecía intacto en su mano.
Se pasó los dedos por el cabello, intentando disipar el cansancio que el orgullo no le permitía mostrar.
Cerró los ojos un instante y volvió a verla:
Eloïse, serena, enfrentándolo sin miedo.
La niña obediente había desaparecido.
La mujer que había regresado era una incógnita peligrosa.
Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.
Era Claire, envuelta en un abrigo blanco, el rostro perfectamente maquillado, los ojos enrojecidos en el punto exacto.
—No puedo soportar lo que dicen —dijo con voz temblorosa—. Necesito distraerme, Lucien.
Él la observó en silencio.
—¿Qué propones?
—Llévame al Club des Lys esta noche. Todos estarán allí. Si nos ven juntos, callarán los rumores.
Lucien asintió despacio.
—De acuerdo.
Claire esbozó una sonrisa leve, agradecida, y se marchó dejando un perfume dulce en el aire.
Lucien permaneció inmóvil, observando el fuego.
No tenía idea de por qué, entre tantas mentiras, la calma de Eloïse le resultaba más inquietante que la tristeza de Claire.