La esposa del Heredero

Capítulo 3 — El beso que no dolía

La tarde caía sobre Aurèlle con un cielo teñido de plata.

Las portadas de los diarios aún mostraban a Claire Aubert con su rosario entre las manos, el rostro perfecto en su tristeza calculada.

En la mansión Leclair, el silencio pesaba como la nieve que seguía cayendo en el exterior.

Eloïse Duvall permanecía junto a la ventana, mirando el jardín.

Había pasado todo el día en la misma posición, observando el ir y venir del personal, intentando ignorar el zumbido lejano de los rumores.
Le resultaba imposible apartar de la mente las palabras de Lucien y la furia contenida en sus ojos.

La puerta se abrió sin previo aviso.

Una voz femenina, cálida y elegante, rompió el silencio.

—Sabía que te encontraría aquí —dijo con una sonrisa.

Eloïse se volvió y el brillo de sus ojos se suavizó.

—Amélie D’Armont —susurró, sorprendida.

Amélie entró con una elegancia distraída, envuelta en un abrigo color malva y con un perfume tenue de lirios.

Era heredera de una de las fortunas más antiguas de la ciudad, pero su carácter dulce y su humor espontáneo la hacían distinta al resto.

Habían compartido años en el internado, y aunque la distancia las separó, nunca la miró con la condescendencia que Eloïse había sufrido del resto de la sociedad.

—Cinco años sin verte —dijo Amélie, fingiendo reproche—. Te fuiste sin despedirte, sin una sola carta.

—No pensaba volver —respondió Eloïse, bajando la mirada.

Amélie la observó con ternura.

—Entonces agradezco que el destino sea tan obstinado.

Se acercó, la estudió de arriba abajo y sonrió con picardía.

—Sigues siendo preciosa, pero ahora tienes algo más... algo que asusta.

Eloïse sonrió levemente.

—Tal vez sea el cansancio.

—O el orgullo —replicó su amiga—. Y te queda bien.

Suspiró y dejó su bolso sobre el sillón.

—Esta noche hay un baile en el Club des Lys. Nada extraordinario, solo la misma colección de hombres aburridos y mujeres demasiado arregladas. Pero debes venir.

Eloïse negó con un gesto.

—No creo que sea buena idea.

—No tienes que hablar con nadie —insistió Amélie—. Solo entrar, dejar que te vean, recordarles que no estás hecha para esconderte.

La convicción en la voz de su amiga la desarmó.

La idea de aparecer en el mismo lugar que Lucien y Claire la inquietaba, pero algo dentro de ella, orgullo, quizá le pedía dejar de ser invisible.

—De acuerdo —cedió al fin—. Pero no esperes que sonría.

Amélie rió con complicidad.

—Con ese rostro, querida, no necesitas hacerlo.

*****

La noche cayó sobre la ciudad y las luces del Club des Lys se reflejaron en los ventanales como brasas contenidas.

El interior olía a vino caro, a música tenue y a secretos envueltos en seda.

Lucien Leclair entró del brazo de Claire. Él, impecable; ella, perfecta.
Los saludos se repartieron con inclinaciones mínimas, el tipo de reverencia que se otorga a quienes mandan sin pedirlo.

—Leclair —saludó Damien Arnaud, acercándose con media sonrisa.

Su traje oscuro y su mirada azul le daban un aire insolente de elegancia natural.
No eran amigos, pero se respetaban. Entre los herederos de Aurèlle, solo ellos compartían el mismo nivel de influencia.

—Arnaud —respondió Lucien, con cortesía distante.

A su alrededor, el círculo habitual de banqueros jóvenes, herederos de viñedos y damas de apellido largo llenaban el ambiente de risas ensayadas.

El tema del testamento flotaba como un perfume incómodo, sin ser mencionado.

Fue entonces cuando la puerta lateral se abrió.

Eloïse apareció junto a Amélie.
La luz la eligió sin pedir permiso.
Vestía un sencillo, pero elegante vestido color esmeralda que caía con suavidad sobre su figura. Sus hombros desnudos brillaban bajo los focos; su piel, blanca como porcelana, parecía hecha para ese lugar.

El cabello rubio ceniza caía liso, con ondas en las puntas, y sus ojos verdes ntensos, como piedras preciosas dominaron la sala entera.

Las conversaciones se detuvieron apenas un segundo, suficiente para que el silencio revelara la fascinación.

Un heredero dejó caer su copa sin darse cuenta. Otro olvidó lo que iba a decir.
Damien la vio y sonrió, sorprendido.

—¿Quién es? —preguntó uno de los presentes.

Lucien lo supo antes que todos.

El corazón le golpeó una vez, rápido, seco, como un error.

La irritación llegó enseguida: por ella, por los ojos ajenos, por la incomodidad que lo desarmaba.




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