La Esposa Del Presidente

CAPÍTULO 13: SOMBRAS DE GUERRA

La madrugada se filtraba en el Palacio Presidencial con una calma engañosa. A esa hora sólo los relevos de guardia transitaban los pasillos, y los sensores de movimiento registraban pasos que el registro oficial no consignaría. Richard Ellsworth salió por la puerta trasera del ala residencial sin escolta visible; únicamente Kate Merrick lo acompañaba a distancia prudente, lo bastante lejos para fingir desconocimiento si alguien preguntaba.

Un automóvil sin emblemas aguardaba con el motor en marcha. Kate abrió la puerta trasera, pero Richard negó con la cabeza.

—Espérame en el estacionamiento norte. Quince minutos.

Ella vaciló apenas y asintió. Sabía dónde iba, pero la orden era clara: no preguntar.

Richard condujo él mismo los seis kilómetros hasta las afueras, tomando calles laterales hasta un edificio colonial reconvertido en casa de huéspedes diplomática. El lugar aparecía vacío, salvo un timbre interior que respondió al código convenido. La puerta se abrió a una salita iluminada tenuemente; allí lo esperaba Victoria Langley, un abrigo claro envolviendo la curva que apenas asomaba en su cintura.

Durante un instante se quedaron frente a frente, sin palabras. Atrás quedaban meses de intimidad rota por la sombra de Helena, por los temores del poder y el abismo político que se ensanchaba cada día.

—No hay escoltas ni cámaras en las inmediaciones —murmuró él, como si quisiera justificar su visita clandestina—. Estás segura por ahora.

Victoria sostuvo la mirada: no había rencor, sólo un cansancio que la hacía parecer más frágil.

—¿Para qué viniste, Richard?

Él extendió un sobre de cuero. Dentro, pasaportes oficiales a nombre de “Victoria Saunders” y “Samuel Saunders”, una cuenta numerada en un banco de Kalidón y los billetes de un avión que despegaba esa misma noche hacia Oseria.

—El niño tendrá todo lo necesario —dijo—. Una casa, un fondo que no podrán rastrear y custodia permanente. No habrá cámaras, ni agentes de Helena, ni titulares. Estarás lejos de Lexington… lejos del fuego.

—¿Eso es protegerme o esconderme? —preguntó, la voz quebrada.

—Es lo que puedo hacer para que ambos vivan —respondió con dureza—. Helena sospecha, y no tardará en confirmarlo. Si te quedas, no podré detenerla.

El silencio colmó la estancia. Sólo se oía el latido desigual de la calefacción. Victoria bajó la vista al pasaporte; el nombre era una renuncia y también un salvavidas.

—¿Alguna vez pensaste en venir con nosotros? —preguntó sin alzar la voz.

Richard desvió la mirada hacia las cortinas cerradas.

—No puedo. No ahora.

Ella cerró el pasaporte. Sus ojos se humedecieron, pero se permitió un atisbo de compasión.

—Entonces prométeme que lo amarás, aunque sea en la distancia.

Richard asintió, con la garganta atenazada.

—Lo juro.

No hubo abrazo. Él sólo rozó su mano, después se dio media vuelta y se perdió en la penumbra del corredor.

Dos semanas después, en el ala médica subterránea, Amelia dio a luz tras un parto precipitado bajo la custodia de Kate. Un niño robusto, con un llanto que retumbó en los pasillos estériles. Helena llegó un minuto tarde; se detuvo tras el cristal blindado y observó a su nieto mientras los neonatólogos lo envolvían.

Richard llegó jadeando desde una reunión de urgencia, justo cuando Amelia recibía al bebé en brazos. La joven lo miró con ojos enrojecidos y un orgullo silencioso. Nadie pronunció el nombre “Mateo”: oficialmente desaparecido en una transferencia de jurisdicción, era un fantasma que recargaba cada mirada de Amelia con desafío y tristeza.

Richard puso una mano en el hombro de su hija, pero la emoción se vio empañada por la vibración de su teléfono. Una llamada cifrada de Henry.

Helena contestó primero, desde su escritorio, activando el enlace seguro con su hermano en Albión. La imagen de Henry surgió con interferencias; la angustia nublaba sus facciones habitualmente imperturbables.

—Tienen una resolución lista para votación —dijo sin preámbulos—: suspensión completa de relaciones, bloqueo naval y reconocimiento inmediato del Frente Democrático como “autoridad legítima de Lexington”. Arcadia y Meridia firmarán en bloque. Si antes de cuarenta y ocho horas no anuncian un calendario para restaurar elecciones libres, ese ultimátum entra en vigor.

Helena frunció la frente, pero su voz fue hielo puro.

—Negocia tiempo, Henry. Promételes observadores, reformas graduales, lo que sea. Necesitamos al menos una semana.

Henry negó con gravedad.

—Ya no creen en promesas. Dicen que cualquier aplazamiento es mera cortina. Quieren una fecha para tu renuncia y elecciones supervisadas. De lo contrario… —calló un segundo— habrá despliegue naval frente a nuestra costa.

Richard irrumpió en el despacho en ese instante, su expresión entre la felicidad truncada y la furia latente.

—¿Qué ocurre?

Helena pasó la pantalla al presidente.

—El reloj ha empezado a correr —murmuró ella—. Y tenemos dos niños a los que este país podría arrebatarles el futuro si no detenemos la tormenta.




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