Cinco días después de la exhibición de fuerza nuclear, la diplomacia finalmente cedió. A las 19:42 h GMT, los teletipos de Albión, Arcadia y Meridia publicaron un comunicado idéntico:
«Condenamos la escalada armamentística de la República de Lexington. Suspenderemos de inmediato relaciones diplomáticas, comerciales y consulares. Reiteramos, no obstante, que no emplearemos fuerza militar mientras Lexington se abstenga de hostilidades.»
No había felicitaciones ni gestos amistosos, sólo la promesa tácita de no disparar… todavía.
En Westhaven, los rótulos de los noticiarios se tiñeron de rojo ‒ISOLATION CONFIRMED–, pero en el Palacio Presidencial se descorchó un champán templado. Richard proclamó que “el mundo comprendió nuestra disuasión”; Helena habló de “independencia irreversible”. Las bolsas locales cerraron en alza por las compras de emergencia del Tesoro.
Aun así, en cada ministerio se sintió la punzada del aislamiento: piezas de repuesto de turbinas que nunca llegarían, contratos petroleros cancelados, científicos occidentales abandonando laboratorios. Lexington no había perdido la guerra; había ganado la soledad.
A tres niveles bajo el ala residencial, la Unidad Quirúrgica 04-B parecía un mundo aparte. Mampostería reforzada, puertas estancas, luces led reguladas a un blanco lechoso que nunca cambiaba con la hora. Amelia Ellsworth, tras el parto traumático, tenía prohibido usar su celular; sólo podía llamar al pediatra, a la enfermera de turno o a Kate Merrick, cuyo código figuraba como Custodia Especial.
La habitación era aséptica y silenciosa: paredes color marfil, una pantalla empotrada que mostraba atardeceres simulados, un balancín de lactancia, una cuna transparente donde dormía su hijo sin nombre oficial.
A las 22:10 h, la enfermera Mallory constató signos vitales normales y le ofreció a Amelia un analgésico suave. Amelia aceptó, pero apenas habló. Tres horas después, Mallory regresó: la habitación estaba en penumbra y la cuna vacía. Bastó un segundo para que el pánico estallara: un grito, pasos precipitados, una alarma de pasillo.
Hallaron al bebé sano, envuelto en sábanas sobre el módulo de cambio ‒como si su madre lo hubiera depositado con delicadeza-, y a Amelia colgando de la barra abatible del armario empotrado. Había improvisado la ligadura con la correa de su propio monitor pélvico, cortada con tijeras médicas. El cuerpo se balanceaba apenas, silencioso. Un monitor de pared marcaba 88 % de saturación y descendiendo, como una ironía tardía.
En la mesilla quedaba un frasco de Tramadol abierto y una nota escrita a mano, temblorosa por la analgesia:
«Lo intenté. No puedo ver a mi hijo crecer en este mundo. Cuidadlo.
—Amelia»
Cuando la doctora Rovner cortó la correa, ya no había pulso. Hora oficial de muerte: 02:49 h, DEFCON-2.
Kate Merrick llegó en un sprint de pasillo y observó la escena con los labios convertidos en una línea de acero. Ordenó desalojar a los celadores, tomó al bebé en brazos y lo sostuvo apretado contra su chaleco antibalas: una soldado con un recién nacido en pleno cuartel subterráneo.
03:15 h. Sala Resolute, un recinto octogonal blindado donde se reunía el Alto Consejo.
Richard vestía aún la chaqueta de gala que no había llegado a quitarse tras el brindis; Helena aparecía con el cabello recogido a toda prisa y las mejillas desprovistas de maquillaje; James Calloway, David Solís, Michael Rourke y Kate (con el bebé dormido en un portabebés táctico) cerraban el círculo.
Sobre la mesa descansaba el informe de la doctora Rovner acompañado de fotografías forenses. Las paredes, pintadas con luces de alerta roja, parecían sangrar.
—¿Cómo demonios ocurrió algo así en un área nivel-Gamma? —gruñó Richard, golpeando la carpeta. El vaso del agua vibró y derramó una gota que corrió por la madera.
Kate, erguida y pálida, respondió:
—Los sensores indican que a las 02:37 hubo micro-corte de vídeo: 180 segundos. Los técnicos reportan interferencia desde la línea principal. Podría ser un fallo, pero… —miró al bebé—, señor, nunca tenemos fallos de ese tipo.
Helena deslizó la mano sobre la nota de Amelia; su voz, cuando habló, era hielo molido:
—Suicidio inducido o sabotaje. El resultado es el mismo: la hija del Presidente ha muerto mientras nuestras cámaras estaban “averiadas”.— Levantó la mirada—. ¿Quién más sabía que el ala médica estaba sin monitoreo?
Nadie respondió. El silencio se hinchó.
Calloway, exhausto, se frotó la frente:
—Tenemos que pensar en la reacción pública. Amelia era popular entre el ala moderada del PLT y entre los veteranos. Si trasciende una sospecha de asesinato… la insurgencia ganará mártires gratis.
David Solís, más ojeroso que nunca, apoyó los codos en la mesa:
—He recorrido las bases. Los soldados la admiraban. Saben que Mateo está “desaparecido”. Si empiezan a murmurar que la familia la silenció, medio cuerpo de oficiales perderá la fe en este gobierno.
Richard se volvió hacia Kate:
—¿Cuánto tardarías en sellar todos los registros y reemplazar el personal de turno? Nadie debe filtrar nada antes del comunicado oficial.
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Editado: 23.09.2025