La muerte no fue como la imaginó. No hubo túnel de luz, ni voces angelicales. Solo el crujido de metal, el olor a gasolina y el frío que se coló en sus huesos mientras su cuerpo yacía atrapado entre los restos del automóvil. Isolde alcanzó a ver su celular, aún encendido, con la pantalla abierta en el capítulo final de La Esposa del Vampiro, la novela que había devorado en tres días. Ironías del destino.
Cuando abrió los ojos, no estaba en una sala de hospital ni en el más allá. Estaba en una habitación de piedra, iluminada por candelabros flotantes, con cortinas de terciopelo negro y un espejo que no reflejaba nada. Nada… excepto a ella.
—¿Qué demonios…? —susurró, tocándose el rostro.
Su piel era más pálida, sus ojos más grandes, y su cabello, antes castaño, caía en ondas doradas sobre sus hombros. Llevaba un corsé rojo oscuro, ajustado a una figura que no era la suya. Y entonces lo recordó: La Esposa del Vampiro. Ella había reencarnado en Lilith, la esposa del villano inmortal que, en la novela, la asesinaba en el capítulo 23 por traición.
—No. No pienso morir otra vez —dijo con firmeza, levantándose.
El sonido de pasos resonó en el pasillo. Isolde—ahora Lilith—se giró justo cuando la puerta se abrió. Allí estaba él. Valerius, el vampiro más temido del continente de Elaria. Alto, de mirada escarlata, con una belleza cruel que parecía tallada por dioses caprichosos. Sin capa, sin armadura. Solo una camisa blanca abierta en el pecho, revelando la piel marmórea y los músculos definidos que hacían honor a su reputación de cazador.
—Estás despierta —dijo con voz grave, como si cada palabra fuera una promesa rota.
Isolde sintió cómo su corazón—o lo que quedaba de él—latía con fuerza. En la novela, Valerius era despiadado, pero también trágico. Su amor por Lilith había sido real… hasta que ella lo traicionó. Pero ahora, ella tenía una ventaja: conocía el futuro.
—Valerius —susurró, acercándose con cautela—. ¿Me extrañaste?
Él frunció el ceño, como si no esperara dulzura. Como si la Lilith que él conocía no supiera pronunciar ternura.
—¿Qué juego es este?
—No es un juego. Es una segunda oportunidad —respondió Isolde, tocando su pecho con la palma abierta—. Para ti. Para mí. Para nosotros.
Valerius la observó en silencio. Luego, con un movimiento rápido, la tomó por la cintura y la acercó a su cuerpo. Isolde sintió el calor de su piel, el aroma a bosque y sangre que lo envolvía. Su mirada se clavó en la de él, y por un instante, el tiempo pareció detenerse.
—Si estás jugando conmigo, Lilith… —susurró él, rozando su cuello con los labios—. No vivirás para arrepentirte.
—Entonces déjame demostrarte que no lo estoy —dijo ella, sin apartarse.
La tensión entre ellos era palpable. Isolde sabía que debía ganarse su confianza, su amor… y quizás algo más. Porque en este mundo de magia, criaturas sobrenaturales y destinos escritos en sangre, solo el amor verdadero podía romper la maldición que la condenaba a morir.
Y ella pensaba sobrevivir.
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