En el capítulo anterior: 
Tras enfrentarse a Virelith, una conciencia oscura liberada desde el Reino de Umbra, Isolde elige entregar su fuego ancestral para salvar Elaria. El sacrificio cierra la grieta mágica y destruye a Virelith, pero deja a Isolde sin magia. Valerius la sostiene en sus brazos, y los clanes celebran el renacimiento de la tierra. Isolde planta una flor sin fuego en el Jardín de los Renacidos, marcando el inicio de una nueva era. Pero aunque la magia se ha calmado, el equilibrio es frágil… y no todos aceptan un mundo sin poder.
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La paz llegó a Elaria como una brisa suave.
Los campos florecieron sin necesidad de hechizos. Las ciudades reconstruidas brillaban con luz natural. Los clanes, antes divididos por sangre y ambición, compartían consejos, rituales y canciones. Incluso el Consejo de Sangre, por primera vez en siglos, se reunía sin disputas.
Isolde caminaba entre los pasillos del castillo, ahora convertidos en espacios de estudio y reflexión. Sin fuego en sus venas, se sentía más ligera. Más humana. Pero también más vulnerable.
Valerius, aunque aún portador de sombras, había aprendido a contenerlas. Su poder no lo dominaba. Lo obedecía. Y en su mirada, había algo nuevo: esperanza.
—¿Te arrepientes? —le preguntó una tarde, mientras paseaban por el Jardín de los Renacidos.
—No —respondió ella—. Pero a veces… siento que algo dentro de mí aún arde. No como magia. Como memoria.
Valerius la tomó de la mano.
—Tal vez el fuego no se fue. Tal vez cambió de forma.
Pero mientras Elaria celebraba, en los salones del Consejo, algo se gestaba.
Seraphine, que había desaparecido tras la traición de Kael, regresó. Su rostro estaba marcado por cicatrices que no eran físicas. Su voz, antes dulce, ahora era cortante.
—La paz es una ilusión —dijo ante los miembros reunidos—. Y la humanidad de Isolde… una debilidad.
Erasmus, el más antiguo del Consejo, la observó con cautela.
—¿Qué propones?
—Un nuevo liderazgo. Uno que no dependa de magia. Ni de profecías. Uno que entienda que el poder no se entrega. Se toma.
Algunos miembros murmuraron. Otros asintieron.
Seraphine sonrió.
—Y para eso… debemos despertar lo que Lilith selló en nosotros.
En secreto, comenzó a reunir fragmentos de sangre antigua. Reliquias que contenían memorias de vampiros olvidados. No magia. Instinto. Deseo. Furia.
Mientras tanto, Isolde recibía visitas de los clanes. Todos querían aprender de ella. No por su poder, sino por su elección.
Una Sylphide le llevó una piedra que brillaba sin hechizo.
—Esto no es magia —dijo—. Es voluntad. La tuya.
Isolde la sostuvo. Sintió un calor suave. No fuego. No sombra. Algo más profundo.
—¿Qué es esto?
—Es lo que queda cuando todo se ha ido. Es lo que no puede ser robado.
Esa noche, Isolde soñó.
En su sueño, caminaba por un bosque sin luna. Las hojas susurraban su nombre. Y en el centro, una figura la esperaba.
No era Lilith. No era Virelith. Era ella misma. Pero distinta.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy lo que fuiste antes del fuego. Lo que serás después de la sombra.
—¿Y qué soy ahora?
—La llama que no necesita arder.
Al despertar, Isolde comprendió.
Su poder no estaba en la magia. Estaba en su voluntad. En su capacidad de elegir. De resistir. De amar.
Pero el Consejo no lo entendía.
Seraphine convocó una reunión secreta. Allí, presentó su propuesta: un ritual que despertaría el instinto vampírico original. No magia. No profecía. Solo hambre.
—Con esto —dijo—, volveremos a dominar. No por hechizos. Por naturaleza.
Algunos aceptaron. Otros huyeron.
Maelis, al enterarse, corrió hacia Isolde.
—Quieren destruir lo que construiste. No con magia. Con miedo.
Isolde se levantó.
—Entonces no los enfrentaré con hechizos. Los enfrentaré con verdad.
Convocó a los clanes en el Jardín de los Renacidos.
—La paz no es ausencia de guerra —dijo—. Es presencia de elección. Y hoy, debemos elegir entre el pasado… y el futuro.
Valerius se colocó a su lado.
—Yo fui creado por instinto. Pero elegí amor. Y eso… me hizo libre.
Los clanes aplaudieron. La tierra tembló suavemente. No por amenaza. Por despertar.
Seraphine apareció entre las sombras.
—¿Crees que palabras detendrán lo que somos?
Isolde se acercó.
—No. Pero decisiones sí.
Seraphine lanzó el ritual. Una ola de energía oscura se extendió. Los vampiros comenzaron a cambiar. Sus ojos se volvieron rojos. Sus colmillos crecieron.
Pero entonces… se detuvieron.
Porque Isolde, sin magia, sin fuego, sin sombra… los miró.
Y ellos recordaron.
Recordaron el sacrificio. El renacimiento. La flor sin fuego.
Uno a uno, se arrodillaron.
Seraphine gritó. Pero su voz se apagó.
La era de paz no terminó. Se fortaleció.
Y en el centro de Elaria, una nueva flor brotó.
No por hechizo.
Por voluntad.
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