En el capítulo anterior: 
Isolde enfrenta a Seraphine, quien intenta despertar el instinto vampírico original para dominar Elaria sin magia. Aunque Isolde ha renunciado a su fuego, su voluntad y humanidad detienen el ritual. Los vampiros recuerdan su sacrificio y se arrodillan ante ella, eligiendo paz sobre poder. El Jardín de los Renacidos florece con una nueva flor, nacida no de hechizos, sino de elección. La era de magia termina, y una nueva era comienza: una era de voluntad, memoria y humanidad.
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El Jardín de los Renacidos se había convertido en el corazón de Elaria.
Cada día, nuevos visitantes llegaban: jóvenes de los clanes, sabios del bosque, incluso antiguos enemigos que ahora buscaban aprender. No de hechizos. No de guerra. Sino de historia. De legado.
Isolde caminaba entre los senderos con una calma que no venía del poder, sino de propósito. Su fuego ya no ardía, pero su presencia iluminaba. Los niños la llamaban “la que eligió,” y los ancianos la llamaban “la que recordó.”
Valerius, siempre a su lado, había dejado atrás la sombra. No por debilidad, sino por amor. Su poder seguía latente, pero ahora lo usaba para proteger, no para dominar.
Una mañana, Maelis llegó con un pergamino antiguo.
—Lo encontramos en las ruinas del Consejo —dijo—. Es un registro de los linajes. Y hay algo que debes ver.
Isolde lo desenrolló. En la parte inferior, escrita con tinta dorada, había una inscripción:
> “Cuando la llama se apague, el linaje se dividirá. 
> Y de esa división, nacerá una nueva generación. 
> No de sangre. No de magia. Sino de elección.”
Isolde frunció el ceño.
—¿Una nueva generación?
Maelis asintió.
—Ni vampiros. Ni humanos. Ni hechiceros. Seres que eligen quién ser. Que nacen del recuerdo, no del poder.
Valerius se acercó.
—¿Y cómo sabremos quiénes son?
Maelis sonrió.
—Ya han comenzado a aparecer.
En los pueblos del norte, niños nacían con ojos que cambiaban de color según sus emociones. En los bosques del este, jóvenes hablaban con los árboles sin necesidad de hechizos. En las montañas del sur, ancianos soñaban con futuros que aún no existían.
Isolde los llamó “los elegidos del viento.” Porque no venían de profecías. Venían del cambio.
Pero no todos celebraban.
En las sombras del antiguo castillo de Umbra, una figura despertaba.
Su cabello era rojo como la sangre. Su mirada, dorada como el sol. Su voz… olvidada por siglos.
Lilith.
No como espíritu. No como memoria. Como cuerpo.
Había sido sellada por su propio conjuro. Pero el sacrificio de Isolde, al romper el ciclo, había liberado lo que quedaba de ella. No como enemiga. Como eco.
Una noche, mientras Isolde dormía, el viento trajo una canción.
Ella se levantó. Caminó hacia el lago. Y allí, bajo la luna, la vio.
Lilith.
—Pensé que te había dejado atrás —susurró Isolde.
—Me dejaste. Pero no me olvidaste —respondió Lilith.
—¿Por qué has vuelto?
Lilith se acercó.
—Porque el ciclo no se rompe. Se transforma. Y tú… eres mi transformación.
Isolde sintió miedo. No por Lilith. Por lo que significaba.
—¿Quieres recuperar lo que fui?
Lilith negó.
—Quiero aprender lo que eres.
Valerius apareció. Su sombra se alzó, pero Isolde la detuvo.
—No. Ella no viene a destruir.
Lilith miró a Valerius.
—Tú me amaste. Pero elegiste a ella.
—Porque ella eligió a todos —respondió él.
Lilith sonrió. Por primera vez, sin tristeza.
—Entonces déjame quedarme. No como reina. No como diosa. Como aprendiz.
Isolde asintió.
—Si puedes aprender… puedes cambiar.
Lilith se quedó.
Los clanes temblaron al saberlo. Pero al verla caminar entre los niños, al escucharla contar historias, al verla llorar por lo que fue… comenzaron a aceptar.
Una nueva era no solo había comenzado. Había perdonado.
Los elegidos del viento crecían. No todos tenían dones. Pero todos tenían voluntad. Y eso, en Elaria, era más poderoso que cualquier hechizo.
Isolde escribió un libro. No de magia. De memoria. Lo llamó La llama que no arde. Y en él, narró todo: desde su nacimiento, su sacrificio, hasta el regreso de Lilith.
Valerius lo ilustró. Con sombras suaves. Con luz tenue. Con amor.
Una tarde, mientras los clanes se reunían para celebrar el Día del Recuerdo, Lilith se acercó a Isolde.
—¿Crees que algún día me perdonen del todo?
Isolde la miró.
—No se trata de perdón. Se trata de caminar. Y tú… estás caminando.
Lilith lloró. No por dolor. Por redención.
Y en ese momento, una flor brotó a sus pies.
No por magia.
Por elección.
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