La esposa del vampiro

La Esposa del Vampiro Capítulo 34: Las hojas que recuerdan

Resumen del capítulo anterior:
Valerius encarna su verbo: una palabra que solo puede decirse cuando ya no se necesita. Al hacerlo, el cielo revela una frase que transforma a Elaria. La Biblioteca Viviente se convierte en árboles, sus columnas en troncos, sus símbolos en hojas. Los clanes comprenden que el lenguaje ya no solo se escribe ni se danza: ahora florece. Isolde y Valerius se reconocen en lo no dicho, y el mundo comienza a cambiar desde la raíz.

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El amanecer llegó con un susurro vegetal.

Donde antes se alzaban columnas de piedra y símbolos flotantes, ahora crecían árboles de corteza translúcida. Sus ramas se extendían como brazos que no buscan tomar, sino ofrecer. Y sus hojas… no eran verdes. Eran gestos.

Cada hoja vibraba con una historia que no podía leerse. Solo sentirse.

Isolde caminó entre ellos. Al tocar una hoja, sintió un temblor en el pecho. No era dolor. Era memoria.

—Esta hoja… recuerda —susurró.

Nyra se acercó. Tomó una hoja entre los dedos. Cerró los ojos. Y lloró.

—Me mostró a mi madre. No como recuerdo. Como presencia.

Maelis intentó escribir lo que sentía. Pero su pluma se negó a moverse.

—No se puede traducir. Solo acompañar.

Caelis danzó entre los árboles. Cada paso hacía que las hojas se estremecieran. Algunas caían. No como muerte. Como entrega.

Valerius observaba en silencio.

—¿Y si cada hoja es una historia que nunca se dijo?

Isolde lo miró.

—Entonces este bosque… es el libro que Elaria no sabía que estaba escribiendo.

*

La Biblioteca Viviente, ahora convertida en bosque, comenzó a expandirse. No como invasión. Como respiración.

Los clanes lo llamaron “El Bosque de las Hojas Silentes”.

Cada árbol tenía un ritmo distinto. Algunos vibraban con gestos invisibles. Otros con palabras no dichas. Algunos con tiempos flotantes que se alojaban en el viento.

Isolde encontró un árbol que no tenía hojas. Solo ramas que se curvaban hacia dentro.

—Está esperando —dijo.

Nyra asintió.

—A que alguien lo escuche sin tocarlo.

Maelis propuso un ritual.

—Cada clan elegirá un árbol. No para poseerlo. Para acompañarlo.

Los clanes aceptaron.

Y Elaria, por primera vez, comenzó a leer sin ojos.

*

Isolde eligió un árbol cuyas hojas eran casi transparentes. Al tocarlas, no sentía historia. Sentía posibilidad.

—Este árbol… escribe lo que aún no ha sido vivido.

Valerius se acercó.

—¿Y si lo que escribe no debe ocurrir?

—Entonces lo leeremos con respeto. No con intención.

Caelis propuso una danza circular. Una que no tocara los árboles, pero los envolviera con gesto.

Nyra cantó sin voz. Su melodía hizo que las hojas se elevaran como si quisieran volar.

Maelis escribió en el aire:

> “Lo que florece sin ser visto… transforma sin ser nombrado.”

*

Una hoja cayó frente a Isolde.

No flotó.

Se hundió en la tierra.

Y del suelo… emergió un símbolo.

No era palabra.

Era verbo.

Uno que significaba: “recordar sin saber por qué”.

Isolde lo tocó.

Y vio.

Una historia que no era suya. Una mujer que caminaba por un río de luz. Un niño que escribía en el agua. Un gesto que se repetía en sueños.

—Es la historia de alguien que aún no ha nacido —dijo.

Valerius frunció el ceño.

—¿Y si ya nació… pero nadie lo recuerda?

Isolde sonrió.

—Entonces esta hoja… lo está esperando.

*

Esa noche, los clanes se reunieron bajo los árboles.

Cada uno compartió una hoja.

No como mensaje.

Como presencia.

Nyra entregó una hoja que vibraba con ternura. Caelis, una que danzaba sin moverse. Maelis, una que lloraba sin sonido.

Isolde entregó la suya.

Y el bosque… cantó.

No con voz.

Con viento.

Cada rama se movió como si danzara. Cada hoja tembló como si recordara. Cada raíz se iluminó como si escribiera.

Valerius cerró los ojos.

—Estamos siendo leídos —susurró.

Isolde lo tomó de la mano.

—Y por primera vez… sin miedo.

*

Al amanecer, el Bosque de las Hojas Silentes se expandió más allá del Coro del Recuerdo.

Los árboles comenzaron a crecer en los valles, en las montañas, en los sueños.

La Biblioteca Viviente ya no era un lugar.

Era un ciclo.

Una forma de estar.

Una forma de escribir sin tinta.

Isolde caminó entre los árboles.

Cada paso era un gesto invisible.

Cada mirada, una palabra que no necesitaba ser dicha.

Y en el centro del bosque… encontró una hoja distinta.

No vibraba.

No temblaba.

No recordaba.

Solo esperaba.

Isolde la tomó.

Y en ese instante… comprendió.

Era su historia.

La que aún no había vivido.

La que el bosque… estaba esperando que ella escribiera.

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