Pinceladas de libertad
Durante las siguientes semanas, Carlota comenzó a hacer cambios. El dolor seguía allí, pero ya no lo vivía con la misma intensidad. Empezó a pintar más, a ir a exposiciones que había estado evitando, a redescubrir sus pasiones olvidadas. Las tardes que antes pasaba esperando mensajes de Marcos, ahora las dedicaba a explorar nuevos proyectos, a caminar por la ciudad sin una dirección específica, simplemente disfrutando de su propio espacio.
Había momentos, claro, en los que el vacío la golpeaba con fuerza. En las noches, a menudo despertaba con la sensación de que algo faltaba. La cama vacía, el teléfono que ya no vibraba con su nombre, los días que no compartían. Pero Carlota comenzó a aprender que, aunque el amor se había ido, su vida aún estaba llena de momentos que merecían ser vividos.
Un día, mientras pintaba en su estudio, se dio cuenta de que el arte había dejado de ser una forma de escape. Ya no pintaba para evitar la tristeza, sino para conectarse consigo misma. Cada pincelada era un paso hacia una comprensión más profunda de quién era ella, sin él, sin la relación. Y por primera vez en mucho tiempo, se dio cuenta de que ya no le tenía miedo a estar sola.
El verdadero cambio, sin embargo, llegó cuando un domingo se encontró con Luna en el parque. Luna, siempre tan perceptiva, la miró de arriba a abajo, y Carlota supo que algo había cambiado en ella.
–¿Cómo te sientes? Preguntó Luna con una sonrisa que contenía algo más profundo, algo que Carlota no había visto antes.
–Me siento… diferente. –dijo Carlota, no sin cierta sorpresa–. Creo que por fin estoy aceptando lo que pasó. El dolor está ahí, pero ya no me define.
Luna asintió, su expresión suave. –¿Sabes qué? Siempre supe que tendrías que pasar por este proceso. Creo que te has dado cuenta de algo importante. No necesitamos que otro nos complete, Carlota. Ya somos completas por nosotras mismas. Y eso… es liberador.
Esas palabras de Luna hicieron eco en el corazón de Carlota, como un recordatorio de que, aunque había perdido algo valioso, había ganado algo aún más importante: ella misma.
Unas semanas después, Carlota decidió volver al café al que solían ir. Era temprano, y las mesas aún estaban vacías. Se sentó en una esquina, mirando por la ventana mientras tomaba su café. Estaba tranquila, no porque la tristeza hubiera desaparecido, sino porque había dejado de huir de ella. Había aprendido a caminar junto al dolor, a no dejar que lo definiera.
Esa tarde, mientras observaba la gente pasar, Carlota sintió una nueva calma en su pecho. "Puedo hacerlo. Yo puedo." El dolor seguía siendo parte de su historia, pero ya no era su historia completa. Había encontrado la forma de reconstruirse. No necesitaba esperar por un amor que ya no estaba, porque el amor más importante, el que más tiempo había ignorado, era el que se tenía a sí misma.
El sol comenzaba a ponerse cuando Carlota terminó su café. De repente, sonrió. La ciudad seguía su curso, las personas continuaban con sus vidas, y Carlota, por fin, sentía que estaba lista para seguir adelante.