La Esquina

26

Fuerza y lágrimas

Las semanas seguían su curso, y Carlota, aunque aún sentía los ecos del dolor por la ausencia de Marcos, comenzó a descubrir algo hermoso en su soledad. No era la soledad de sentirse perdida, sino la de encontrarse con partes de sí misma que había olvidado. En esos momentos de tranquilidad, comenzó a darse cuenta de cuánto había aprendido sobre el amor, no solo por Marcos, sino por ella misma.

Había días en los que el recuerdo de él volvía con fuerza, como cuando una canción que compartieron sonaba inesperadamente o cuando pasaba por algún lugar que habían visitado juntos. Pero ya no era un dolor que la detenía, sino una especie de melancolía dulce, un recordatorio de que lo que vivieron fue real y valioso, aunque ya no existiera en el presente.

Una tarde, Carlota decidió volver a la costa, al lugar donde todo había comenzado a cambiar dentro de ella. Era un pequeño rincón junto al mar donde las olas chocaban con las rocas y el sonido del agua parecía borrar todo lo demás. Llevó un cuaderno de dibujo y unos lápices, sintiendo la necesidad de plasmar lo que llevaba dentro, no para nadie más, sino para sí misma.

Se sentó en la arena, el viento enredándose en su cabello mientras observaba el horizonte. Sacó el cuaderno y comenzó a dibujar. Las líneas fluían con facilidad, formando figuras que reflejaban su estado de ánimo: un cielo en calma, un mar sereno, pero con olas que todavía llevaban un rastro de fuerza. Mientras dibujaba, sintió algo inesperado: una calidez en su pecho, como si todo el amor que había dado y recibido ahora estuviera regresando a ella.

"Esto también es amor," pensó, mientras su lápiz trazaba una última línea. "El amor que me tengo a mí misma, el que he aprendido a cuidar."

Esa noche, de regreso en casa, Carlota decidió hacer algo que no había hecho en mucho tiempo: escribir una carta. Sacó una hoja de papel y una pluma, y sin pensarlo demasiado, comenzó a escribirle a Marcos. No para enviársela, sino para liberar todo lo que aún guardaba en su corazón.

**"Marcos,

Te quise como nunca pensé que podría querer a alguien, y ese amor me hizo sentir viva, completa. Pero también he aprendido que el amor no siempre significa quedarse. A veces, el amor es dejar ir, permitir que ambos crezcamos en direcciones diferentes. Quiero que sepas que no te guardo rencor. Al contrario, te agradezco todo lo que vivimos. Me mostraste lo que significa amar, y aunque ya no estemos juntos, ese amor siempre será una parte de mí.

Ahora estoy aprendiendo a quererme a mí misma, a encontrar mi camino sin depender de nadie más para ser feliz. Y en ese camino, siempre llevaré un pedacito de ti conmigo, no como una carga, sino como un recuerdo de lo que significamos.

Con amor,

Carlota."**

Cuando terminó, se sintió más ligera. No necesitaba enviar la carta. Solo necesitaba escribirla, liberar esas palabras que había estado guardando por tanto tiempo.

Días después, Carlota regresó al taller en el parque. Los niños ya la esperaban, sus sonrisas iluminando la tarde. Había algo tan puro en la energía de ellos, en su entusiasmo por crear, que siempre lograba llenar el corazón de Carlota de una alegría sencilla pero profunda. Mientras ayudaba a uno de los niños a mezclar colores, se dio cuenta de que había empezado a amar estos momentos tanto como había amado los días que compartía con Marcos. Era un tipo de amor diferente, pero igual de valioso.

"El amor está en todas partes," pensó, observando cómo los colores se mezclaban en una paleta. "Solo hay que aprender a verlo."

Esa noche, mientras miraba las estrellas desde su ventana, Carlota sintió algo nuevo: una esperanza tranquila, un amor profundo por la vida y por todo lo que aún le esperaba. Sabía que el camino no sería fácil, que todavía habría días en los que el recuerdo de Marcos dolería, pero también sabía que estaba lista para seguir adelante.

Y en ese momento, bajo el cielo estrellado, Carlota se dio cuenta de algo importante: había aprendido a amarse con la misma intensidad con la que una vez había amado a Marcos. Y ese amor, por fin, era suficiente.

El invierno llegó silenciosamente, pintando la ciudad con tonos grises y suaves brisas heladas. Para Carlota, cada día era una nueva oportunidad de descubrir algo más sobre sí misma. Aunque el frío traía consigo un aire de melancolía, también le recordaba que el cambio era constante, inevitable, y que siempre había espacio para empezar de nuevo.

Una mañana, mientras organizaba su pequeño estudio, encontró una caja en la que guardaba recuerdos. Había tratado de evitarla durante semanas, sabiendo que estaba llena de fotografías, entradas de cine, pequeños regalos y notas que Marcos le había dado durante su tiempo juntos. Pero ahora, algo dentro de ella le decía que era el momento de enfrentar esos recuerdos, no con tristeza, sino con gratitud.

Se sentó en el suelo, la caja frente a ella, y abrió la tapa. Allí estaban: una foto de ambos en su primer viaje juntos, sonrientes bajo el sol radiante; una entrada de un concierto al que habían ido improvisadamente; y un pequeño papel doblado con su letra que decía: "Eres mi refugio."

Carlota sostuvo la nota por un momento, dejando que las palabras la envolvieran. Había sido su refugio, y él había sido el suyo. Pero ahora, en ese instante, entendió algo que antes no podía: no necesitaba que alguien más la completara. Había aprendido a ser su propio refugio, a encontrar consuelo en su propia compañía.




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