La Estación

CAPITULO I: La Estación

En una noche fría y solitaria, entraba en la estación del tren una mujer de aspecto y porte elegante. Se notaba la soledad en aquellos ojos vacíos, llenos de frialdad, grises como el acero de una cuchilla. Su cabellera, negra como la noche misma, era larga y fina, como si de hilos de seda se tratara.

La estación, vacía, guardaba en silencio la llegada del tren que la llevaría a un destino desconocido, lejos de aquella ciudad que había dejado atrás, lejos de un pasado... una historia.

De repente, se oyó el eco de pasos acercándose. Un hombre alto y delgado, con sombrero y un abrigo largo, cruzó el umbral de la estación. Sus miradas se cruzaron, y por un instante, pareció que el tiempo se detenía.

Él apartó la vista y se sentó en un banco al otro lado del andén, sacando un libro del bolsillo. Sin embargo, sus ojos apenas rozaban las páginas. Fingía leer, pero su atención estaba fija en la figura frente a él: la mujer. Su presencia llenaba el lugar con una elegancia casi irreal. Había algo en la forma en que sostenía un antiguo reloj, en la quietud de su cuerpo, que hablaba de historias enterradas, de heridas que el tiempo no había logrado cerrar.

El tren aún no se oía, pero el aire comenzaba a cambiar, como si presintiera que algo estaba por suceder.

El hombre cerró el libro, lo dejó reposar en su regazo y alzó de nuevo la vista hacia ella. Por segunda vez, sus ojos se encontraron: los de ella seguían siendo fríos, vacíos, grises como la niebla que preceden a una tormenta. Esta vez, él no desvió la mirada. En el rostro de la mujer había una pregunta muda, quizás una advertencia.

Se inclinó apenas hacia adelante y, con una voz suave, cargada de una calma tensa, habló:

—No es común ver a alguien como usted esperando un tren a esta hora.

La frase quedó suspendida en el aire helado entre ambos, como una carta jugada a medias. Tal vez el destino acababa de aparecer en la vía.

—Alguien como yo?... —respondió ella —. Y según su criterio, ¿cómo son las personas como yo?

Lo dijo con una cortesía impecable, casi ceremonial, como quien ofrece una copa en un banquete de hielo. No hubo filo en su voz ni sombra de enojo, solo la distancia precisa de alguien que ha aprendido a separar emoción de intención. Su mirada —vacía, clara, inalterable— no contenía hostilidad, ni juicio, ni calor. Era simplemente eso: una pregunta, desnuda de todos los demás, flotando en el aire como la última hoja en un bosque silencioso.

—Alguien que no teme a la oscuridad —dijo él sin vacilar, manteniendo la mirada fija en los ojos grises de la mujer—. Alguien que la lleva consigo, como si fuera parte de su abrigo.

Sus palabras no fueron rápidas ni precipitadas; las dejaron flotar en el aire helado, como el vaho que escapaba de sus labios, disipándose lentamente entre la bruma de la estación. Hablaba con la certeza de quien no improvisa, como si cada frase ya hubiera sido pensada mucho antes de ser pronunciada.

—Tú no estás huyendo de algo, Belladonna. Estás yendo hacia ello.

Ella no reaccionó. Ni un sobresalto, ni una mueca de sorpresa. Solo el parpadeo lento y controlado de quien ha escuchado su nombre demasiadas veces en bocas ajenas, pero nunca en la de un desconocido. No pregunto cómo lo sabía. Tal vez porque, en el fondo, ella también lo intuía: aquello no era un encuentro casual.

La estación parecía haber sido congelada en una dimensión paralela. El reloj del andén marcaba la misma hora desde hacía minutos, quizás desde hacía años. El viento no se movía. Ni un tren se anunciaba a lo lejos. Solo ellos dos, suspendidos en un presente espeso y silencioso.

Él se recostó contra el respaldo del banco, sin apartar los ojos de ella. Sus gestos eran tranquilos, casi elegantes, pero su atención era absoluta, como la de un cazador que no ha decidido aún si está frente a una presa... o ante otro depredador.

—Estoy en lo cierto? —preguntó al fin.

No buscaba una confirmación directa, sino algo más sutil: una grieta en su máscara, una chispa en aquella mirada de acero. Y aunque ella no respondió, algo en la atmósfera cambió. Una tensión invisible, una electricidad muda que comenzaba a crecer como el rumor de un tren aún lejano, pero inevitable.

—Puede que sí... o puede que no.

La respuesta flotó en el aire con la misma ambigüedad con la que fue dicha, como un susurro que se negaba a resolverse del todo. Luego, una pausa, breve pero densa.

—Además… no creo haberte dicho mi nombre —añadió ella, con una leve inclinación de cabeza, los ojos fijos, expectantes—. Señor... ¿?

Él esbozó una sonrisa tenue, casi imperceptible, un gesto que apenas rozó la comisura de sus labios, como si sonreír fuera de un hábito antiguo y olvidado.

—Tienes razón —respondió con suavidad—. No lo ha dicho. Y, sin embargo… lo supe.

Hizo una breve pausa, como si saboreara la extrañeza de aquello.

—Un nombre inusual el suyo, señora —añadió, con una cortesía antigua que no sonaba a elogio, sino a certeza—. Pero, si me permite decirlo... le queda como un guante.

“Belladonna.”

El nombre flotó entre ellos como un conjuro disfrazado de flor. Bello y letal, como su significado: la bella dama, sí, pero también la sombra que adormece, la planta que ciega, que seduce con dulzura y perfume antes de hundir sus raíces en lo más profundo del corazón.

No era un nombre elegido al azar.

Pocas cosas lo eran.

Pensó aquel caballero.

Sus ojos se desviaron hacia la vía, como si entre los rieles pudiera encontrar una lógica más antigua que el lenguaje, más cierta que la memoria. Como si las respuestas estuvieran siempre en el movimiento, en lo que va y viene sin preguntar.

—¿Señor? —repitió, sin alzar la voz, pero con una calidez velada, apenas visible—. Hace mucho que nadie me llama así. Pero si necesitas un nombre... puedes decirme Elías.

Con movimientos tranquilos, casi ceremoniales, deslizó el libro dentro del abrigo, como quien guarda un secreto que ya ha cumplido su función. No había urgencia, sólo un gesto de cierre.




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