El tren se llevó consigo un murmullo, un eco, un nombre.
Belladonna.
Y sin embargo, algo de ella quedó.
La rosa negra seguía allí, intacta sobre el banco frío, como un símbolo clavado en el pecho del tiempo. Elías evitaba mirarla directamente, como si aceptar su presencia fuera rendirse a una verdad demasiado grande, demasiado vieja, para ser enfrentada sin miedo. El vapor comenzaba a disiparse, pero no así la sensación de que algo había sido despertado —algo que dormía bajo la estación, bajo el andén, bajo el alma mismo del lugar—. La estación, suspendida en esa hora que el reloj parecía repetirse sin cesar, comenzaba a respirar distinto. No era solo el frío o el viento, sino una quietud inquietante, un aire cargado de memorias que se negaban a morir.
La niebla se hacía más densa, envolviendo el andén en un manto de silencio y susurros. Como si el aire recordara. Como si la estación fuera un gran receptáculo de secretos no dichos, un pozo donde convergen todos los momentos que no debieron existir.
Fue entonces cuando lo notó.
Una segunda rosa.
No había estado allí antes.
Idéntica a la primera, pero más cerrada. Más oscuro. Su tallo tenía una gota espesa, densa, que no parecía ser agua ni savia. Una gota que no caía ni se secaba, como si estuviera suspendida en un tiempo distinto. No había viento. No había pasos. Solo él, las flores, y el lento crujido de la estación, como si la estructura misma estuviera exhalando un contenido secreto desde hacía siglos. Algo bajo tierra comenzaba a moverse con paciencia de espectro, como una raíz que busca la luz en un sótano olvidado.
Un chasquido.
Como un pestillo invisible que se cierra, sellando la puerta a un mundo que no debería abrirse.
Elías giró sobre sus talones. Todo parecía igual, pero no lo era.
El cartel del tren, que siempre mostraba horarios absurdos o fechas que ya habían pasado, ahora marcaba una sola palabra:
Oro.
Ese nombre. Lo había soñado. Lo había olvidado. Lo había temido. Resonaba en su cabeza como un eco enterrado en la memoria, un susurro de oro y cenizas, una promesa y una amenaza. Aurum… oro, lo intangible y lo codiciado, lo que brilla pero puede corroerse desde adentro.
Entonces, como un susurro escondido en el viento, apareció una voz. No la de Belladonna. Era otra, más lejana, como si brotara desde un rincón olvidado del tiempo o de la mente. Femenina, suave, desdibujada. No decían palabras. Danzaba entre sonidos, pronunciaba su nombre o algo parecido, un eco quebrado, una caricia sonora que se arrastraba desde un recuerdo difuso o un lugar que aún no existía.
Elías dio un paso hacia el cartel. La luz titiló. Solo una vez.
Entonces los relojes —todos, sin excepción— comenzaron a girar en espiral, a una velocidad antinatural, como si el tiempo en esa estación entrara en pánico, huyendo de un destino inevitable, tratando de borrar lo que acababa de ocurrir. Las manecillas se retorcían, se deshacían, regresaban a su lugar como un latido agónico.
Se llevó la mano al pecho. Bajo el abrigo, el libro que creía cerrado volvió a estar abierto. Una página nueva, escrita con una letra torcida, afilada, vertical, como arañada con uñas invisibles:
"Ella no fue la primera. Solo la última".
Las palabras parecían resonar en el aire, un eco que no encontraba descanso.
Un golpe seco retumbó desde el fondo de la estación. Una puerta que, juraría, no se había abierto en años, tembló levemente. Como si despertara de un sueño profundo y doloroso.
Avanzó.
El banco quedó atrás, solitario. Las rosas permanecieron, quietas, como guardianas o advertencias, como símbolos que marcan el límite entre lo conocido y lo prohibido.
Al empujar la puerta, un frío ancestral lo envolvió. El pasillo que encontró no pertenecía a la estación. Era más antiguo, más oscuro, más vivo. Las paredes estaban cubiertas por símbolos inestables, que se desdibujaban y cambiaban cuando intentaba mirarlos directamente, como si fueran lenguas vivas hechas de sombras. El silencio se hacía más profundo, solo roto por el parpadeo irregular de las lámparas que parecían vacilar ante la presencia de algo invisible.
Un espejo lo esperaba al final.
Pero no mostraba su reflejo.
Mostraba una Belladonna.
No la Belladonna que conoció. Sus ojos no eran grises, sino completamente negros, como abismos insondables donde se ahogaban los recuerdos y la luz. Su expresión era vacía, distante, un fragmento de eternidad congelado en el tiempo. En su brazo, sostenía una tercera rosa.
El espejo no emitió sonido alguno, pero una palabra apareció lentamente sobre el vidrio, escrita al revés, como si desafiara el orden natural de la realidad:
¿Recuerdas?
Elías dio un paso atrás. El espejo comenzó a agrietarse. Las grietas se extendían formando un símbolo que le resultaba vagamente familiar y al mismo tiempo aterrador. Un signo de advertencia, un sello antiguo, o quizás un destino inevitable que no quería enfrentar.
Una figura pasó tras él, no la vio. Pero la sensación.
Un frío que no provenía del aire recorrió su espalda, un escalofrío que erizó cada fibra de su ser. Al girarse, el pasillo había desaparecido.
Estaba otra vez en el andén.
El banco. Las rosas. El mismo reloj.
Todo igual.
Solo que el tren aún no había llegado.
Y el reloj había vuelto a marcar la hora exacta del encuentro.
Un susurro le atravesó el oído, como si el viento trajera una sentencia:
—Ella no regresa… Ella sucede.
Elías se giró hacia el extremo del andén.
Se aproximaba una silueta.
Femenina. Lenta...esta vestía igual que Belladonna. Pero no era ella.
Un hombre, cuya presencia parecía desafiar la lógica del tiempo y del género, con rasgos suaves y una mirada que guardaba más sombras que luz.
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Editado: 30.06.2025