La estación dormía bajo un cielo que parecía no pertenecer a este mundo. No era noche ni día; Era algo suspendido entre ambos. Una penumbra líquida lo cubría todo, y la luz —si podía llamarse así— no venía del sol, sino de un resplandor difuso, como si el aire recordara algo que los ojos no podían ver. Las sombras no se proyectaban; Flotaban, pegadas a las cosas como pensamientos antiguos que se niegan a morir.
Elías seguía sentado frente al banco vacío, donde las tres rosas negras resistían el paso de las horas sin marcharse. Cada una era más cerrada que la anterior. Más densa. Como si estuvieran hechos con algo más que pétalos. Como si respiraran en un idioma vegetal.
Había intentado irse. Tres veces.
Pero cada intento lo devolvía al mismo lugar. Al mismo banco. A la misma hora. Como si el tiempo se hubiera encogido y girara en círculos bajo el suelo de la estación. El reloj, ahora claramente quebrado, marcaba siempre tres minutos antes de algo. De lo que fuese. Y la figura que apareció la noche anterior no había vuelto.
Pero el murmullo sí.
Ahora constante. Como si la estación respirara por sí misma, inhalando recuerdos y exhalando olvido. Las lámparas colgantes emitían un zumbido tenue, cada una en una frecuencia distinta, como si compusieran una melodía que solo los muertos sabían descifrar. El viento hablaba en un idioma que no necesitaba voces. A veces, entre las sombras, Elías creía ver rostros. Nada de humanos. Rostros sin expresión. Rostros que alguna vez tuvieron nombres.
Y entonces volvió a aparecer.
La figura.
El hombre. Su rostro no tenía edad. Era hermoso, pero no de forma humana. Era como si cada rasgo estuviera diseñado para incomodar por su perfección. Sus ojos eran oscuros como el carbón encendido: negros, pero con un resplandor interno, como si contuvieran brasas que no quemaban, pero ardían de memoria.
Y entre las manos, sostenía el mismo reloj antiguo.
Los números seguían desvaneciéndose. Uno a uno, como si la realidad estuviera perdiendo la cuenta de sí misma.
Elías se levantó, por primera vez en horas. Oh días. No lo sabía.
—¿Quién eres? —preguntó. Su voz le sonó más lejana de lo que esperaba, como si hablara desde otro cuerpo.
El ser no respondió. Pero algo se quebró. Una grieta invisible en el aire, como si la realidad respirara con dificultad. El banco detrás de él crujió como si alguien más hubiera tomado asiento, pero no había nadie.
—¿Por qué me sigues? ¿Qué es este lugar?
El hombre sonriente con la tristeza de quien ha escuchado muchas preguntas, pero nunca las respuestas.
—Sabes leer lo que no ha sido escrito?
Elías frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
Él alzó una mano. No dijo nada, pero en el aire, entre los dos bancos, las letras comenzaron a dibujarse lentamente. Como humo atrapado por una voluntad oculta:
“TE VES COMO SI HUBIERAS ESCUCHADO TU SOMBRA HABLAR EN UN ESPEJO QUE AÚN NO REFLEJA.”
Elías repitió la frase en voz baja. Era absurda. Incómoda. Pero le erizaba la piel, como si ya la hubiera escuchado antes. Como si hubiera sido dirigido a otro Elías. Uno que todavía no había vivido.
—No lo entiendo —dijo.
El ser habló de nuevo. Su voz no vino del aire, ni del cuerpo. Fue como si la estación misma lo dijera, con acento de hierro y hueso:
— ¿Cuántas veces más vas a llegar tarde a lo que ya sucedió?
La voz no tenía emoción. Sonaba vacía, como si no perteneciera a nadie. Como si fuera el eco de algo que ya había sido pronunciado mil veces antes, en mil estaciones distintas.
El frio ya no viene del aire. Venía de dentro. De una grieta que Elías no sabía que tenía.
Miraba de reojo al reloj inmóvil. La aguja mayor oscilaba, pero nunca avanzaba. Era como si el tiempo estuviese a punto… pero jamás dispuesto.
El ser calló abruptamente, como si ya hubiera dicho demasiado.
Solo tendió la mano, como si ofreciera algo que no podía ser tocado. No era papel. No era objeto. Era una voz que entró directamente en su mente, con un ritmo que no obedecía al habla, sino a la memoria.
Entonces la voz pronunció:
"No me ves en el espejo, pero te copio.
No nací contigo, pero muero si mueres.
Te sigo sin pasos, te hablo sin boca.
Te guardo secretos que nunca supiste.
Me nombras cuando no sabes qué decir.
¿Quién soy, si soy tú, pero nunca al mismo tiempo?"
Elías sintió un temblor.
No por él.
Sino porque había algo en esas palabras que ya había escuchado antes, aunque no recordaba dónde… ni cuándo. Como si hubieran sido escritas con su voz en otro cuerpo. Como si respondieran a una pregunta que no había formulado.
Miró a la figura. Pero ya no estaba.
Solo quedaba un objeto en el banco: un cuaderno cerrado, encuadernado en terciopelo negro.
En la portada, una única palabra grabada en seco:
“Δλέκτο.”
No sabía qué significaba. Pero al tocarlo, una página se abrió sola.
Estaba en blanco.
Hasta que una frase comenzó a escribirse por sí sola, con tinta invisible que solo se revelaba bajo la luz de la niebla:
“Cuando sepas quién hace la pregunta… ya no necesitarás la respuesta”.
Y entonces, todos los relojes de la estación comenzaron a repetir una misma hora, imposible, invertida:
66:06
Las lámparas parpadearon. El zumbido se convirtió en canto. Ningún humano. Ningún animal. Algo en el suelo vibraba como si latiera. Elías retrocedió un paso. Luego otro. Pero ya no estaba solo.
Había más figuras ahora.
Silenciosas. De pie, entre los andenes. Algunas llevaban máscaras. Otros no tenían rostro. Todos lo observaban con una quietud insoportable. Como si esperaran algo de él. Como si lo recordaran, pero no supieran por qué.
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Editado: 30.06.2025