La Estación

CAPITULO IV: El Cuaderno Que Nunca Se Escribio

El tiempo seguia pasando o eso creia el, aun permanecía inmóvil frente al banco vacío. El cuaderno negro en sus manos pesaba más de lo que debería, como si contuviera en su interior un fragmento de tiempo detenido. Lo observó con recelo. Aún no lo había abierto.

La estación estaba en silencio, pero no era un silencio pleno. Era uno quebrado por susurros que no venían del viento, sino de lugares donde el tiempo se repliega. Cada reloj marcaba lo imposible: 66:06. No una hora, sino una anomalía.

Rozó la palabra en la portada:"∆λέκτο”. No era un nombre. Era un susurro sin lengua, un eco con forma de símbolo. Le recordaba a algo… una voz de infancia, un grito contenido en el fondo de un pozo. Pero no podía ubicarlo.

—¿Qué eres? —murmuró.

Nadie respondió.

Pero el cuaderno tembló. Solo un poco.

Cerró los ojos. Aspiró profundo. Y lo abrió.

No había páginas numeradas. Tampoco tinta común. Las letras estaban grabadas como cicatrices, y aparecían solo cuando la luz gris de la estación las tocaba. La primera página estaba escrita con una caligrafía afilada:

“Soy la herida donde se esconde el tiempo.
Soy la palabra que no se puede decir sin morir un poco.
Soy el número que solo se lee al revés,
el testigo mudo en el sueño de otro.
Cuando me encuentras, ya me has perdido.
Mi nombre cambia cada vez que lo pronuncias.
Y sin embargo… siempre fui tuyo.”

Elías lo leyó en voz baja, cada verso como si cargara una daga. Luego cerró el cuaderno de golpe.

—No entiendo… —susurró, buscando a alguien, algo, que respondiera.

Y alguien respondió.

—Porque no estás preguntando bien.

Era la figura del capítulo anterior. El mismo ser ambiguo, de rostro humano pero esencia quebrada. Se sentó al otro extremo del banco, sin mirarlo directamente.

—¿Qué significa? —preguntó Elías, alzando el cuaderno—. ¿Qué es esto? ¿Un acertijo? ¿Un recuerdo? ¿Un aviso?

—Todo eso —dijo el otro— y más. Pero menos también. Lo que buscas no está en las respuestas.

—¿Y entonces dónde?

—En las heridas que no recuerdas tener.

Elías se pasó la mano por la frente. El frío no era normal. Lo sentía en la médula, en las palabras que no podía decir.

—¿Quién eres tú? —preguntó.

La figura no respondió de inmediato. Tomó el cuaderno, sin que Elías se lo ofreciera, y pasó las páginas al azar. Cada una se escribía sola, con símbolos que a veces eran números, otras veces nombres tachados.

Finalmente habló:

—Soy el reflejo de tu silencio. El otro lado del eco. A veces me llamas… aunque no con palabras.

—¿Y ∆λέκτο? ¿Qué significa eso?

—¿Importa? —respondió el ser, alzando una ceja leve—. Hay palabras que no necesitan ser comprendidas para hacer daño.

—Todo esto está relacionado con ella, ¿verdad? —preguntó Elías, apretando los dientes—. Con Belladonna.

El ser lo observó, ahora sí, con sus ojos velados como espejos de humo.

—¿Belladonna? ¿Seguro que ese era su nombre… entonces?

—¿Entonces? ¿Qué quieres decir?

Pero el ser ya se desvanecía. No con rapidez, sino como si se retirara lentamente al fondo de un recuerdo que aún no había ocurrido.

El cuaderno cayó al suelo. Al abrirse, dejó ver una nueva frase que ardía con luz oscura:

“Cuando recuerdes lo que olvidaste olvidar, la puerta se abrirá.”
Una risa infantil rompió el aire. Elías giró. Un niño lo observaba desde el borde del andén. No tenía rostro, pero reía con una voz que no parecía infantil.

—¿Tú sabes qué es “∆λέκτο”? —preguntó Elías.

El niño negó con la cabeza, pero sus palabras fueron otra cosa:

—Tú lo sabías. Antes. Antes de la rosa. Antes del nombre.

Y entonces, como si lo hubieran susurrado desde adentro, Elías recordó una palabra que no podía repetir sin romperse.

Pero no la dijo.

Porque aún no estaba listo.

Y los relojes seguían marcando:

66:06




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