La Estación

CAPITULO VII: El Eco Del Marmol Agrietado

Donde el tiempo se paraliza, el sentido se deshace como cera al borde de una vela moribunda. Ecos extraviados de almas antiguas susurran su historia en páginas malditas, tachando memorias con tinta negra, como si pudieran olvidar su propia existencia.

Allí, en ese santuario estancado entre la vida y la muerte, entre el deseo y el silencio, Belladonna estaba de pie. Inmóvil. Majestuosa.

Un espectro de poder cubierto de carne perfecta.

Sus ojos grises, duros como cristal quebrado, se mantenían fijos en un punto sin nombre, un rincón del vacío donde ni la sombra se atrevía a posarse. Era como si mirara el corazón mismo del abismo… o como si el abismo, temeroso, se negara a sostenerle la mirada.

El salón entero contenía la respiración.

La colección de almas dormía en sus frascos invisibles, pero incluso ellas parecían más inquietas que de costumbre. Como si supieran. Como si recordaran.

Y entonces, con una voz suave y terrible, Belladonna habló. Su voz no fue un sonido: fue una sentencia.

— ¿Quién lo dejó entra?... Y aún más importante… ¿por qué lo dejaste quedarse?... Un humano… en mi dominio.

El silencio que siguió fue un filo helado que le rozó la garganta a Alfred, pero él no retrocedió. No por falta de temor, sino por lealtad.

Él conoció bien esa voz. Había escuchado mil veces sus tonos más helados, más crueles, más indiferentes. Pero esta vez... esta vez había algo distinto.

Una vibración apenas perceptible. Como si, muy en el fondo, bajo las capas de perfección y desprecio, algo en ella temblara.

Alfred tragó saliva, sintiendo el peso de siglos sobre los hombros. No era un gran coleccionista. Su poder era modesto, su lugar, siempre a la sombra de su señora. Pero le bastaba. Porque amaba ese silencio antiguo, esa biblioteca de almas, ese orden perfecto… y, aunque jamás lo admitiría, amaba también a Belladona. No con deseo, ni con esperanza, sino con esa devoción que nace de ver a un ser roto esforzándose por no sangrar. La había visto crecer. La había visto romperse. Y la había visto negarse a sanar.

Siempre activa, siempre distante, siempre perfecta… hasta que él llegó.

Alfred no comprendía del todo lo que significaba ese humano para ella. Pero sabía que no era cualquiera. Sabía que ese hombre arrastraba algo... una historia enterrada, un error antiguo, una herida que no cicatrizó. Y sabía, con amarga certeza, que Belladona no estaba lista para volver a sentir.

—Mi señora… —dijo finalmente, bajando ligeramente la cabeza—. No advertí su presencia. Entró sin alterar nada. Como un susurro... Como si… hubiera pertenecido aquí desde siempre. Y sobre por qué lo dejé quedarse… ni yo mismo lo sé.

No era una excusa. Era la verdad... Una verdad que lo carcomía por dentro. Porque si él podía entrar sin ser detectado, entonces algo se estaba rompiendo en la estructura perfecta que Belladona había construido.

Y lo que se rompía… no era solo el equilibrio. Era ella.

Ella no contestó de inmediato. Ni siquiera lo miró. Su rostro seguía impasible, tallado en mármol. Pero en el fondo de sus pupilas grises… había una grieta. Alfredo la vio. Y deseó no haberla visto nunca. Ella no lloraría. No caería.

No otra vez. Pero estaba al borde.

Y el, su sirviente leal, el testigo silencioso de su eternidad, no podía hacer nada para impedirlo.

— ¿Desea que lo elimine, mi señora? —se atrevió a preguntar, con voz más suave de lo que él mismo esperaba.

Pero la pregunta se evaporó en el aire, sin respuesta. Porque Belladona no lo escuchaba... O quizás sí.
Quizás lo escuchaba demasiado… pero ya no podía responder.

Porque en el fondo —muy en el fondo— algo había despertado.
Un eco...Un nombre.

Un recuerdo sellado. Y cuando Belladonna recordaba... el mundo temblaba...

El gesto fue casi imperceptible, pero lo cambió todo.
Ella posó la mano en el frente como quien intenta contener una tormenta interior. No era solo un dolor. Era una grieta. Una fisura que empezaba a abrirse en la arquitectura perfecta de su mente.
Fragmentos —sombras, imágenes, ecos— comenzaban a desordenarse en su interior, como trozos de un espejo antiguo que, al intentar volver a unirse, cortaban desde dentro.

—Alfred… —murmuró con la voz quebrada por algo más que cansancio—. Llama a Almiria. Dile que necesito mi medicina. El dolor ha vuelto…otra vez.

No fue una orden. No del todo. Era una súplica velada, disfrazada de autoridad. Y Alfred... Alfred lo supo. Lo sentío. El silencio que siguió no fue casual. No era la pausa de un mayordomo obediente esperando una orden clara.

Era otra cosa. Alfred no se movió. La miraba con los ojos de alguien que ha presenciado muchas cosas… pero nunca esto… como se mira a un relicario a punto de caer al suelo, a lo único sagrado en un mundo condenado.

Para el, ella nunca fue solo su señora. Fue la niña que encontró temblando entre ruinas de lo que alguna vez fue vida. Fue la joven que se negoció a llorar en los pasillos del olvido. Fue la mujer que aprendió a matar su propio dolor para albergar a los de otros.

Él la vio erigirse sobre los escombros de su pasado, vestir el poder como si le perteneciera por derecho divino… y también la vio derrumbarse en soledad, cuando nadie más miraba.

Verla ahora tan frágil le apretaba el pecho como un hierro candente.

Quiso moverse, obedecer, pero su cuerpo no lo obedecia... como si fuese su castigo: custodiar una grandeza que sabía cómo romperse en silencio.

Iba a hablar, quizás a mentirle suavemente —como a veces lo hacía cuando ella necesitaba creer que todo estaba bajo control—, pero entonces, antes de que pudiera siquiera girarse…

Una voz lo atravesó todo... No solo el aire.
Atravesó la habitación, los muros, los recuerdos.

—Esto no es propio de ti... Belladonna.

No hubo sonido. Fue una presencia.
No apareció: ya estaba allí.
Como una sombra que existía antes de que la luz la hiciera evidente.




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