La Estación

CAPITULO VIII: El Jardín De Promesas Muertas

Elías no había avanzado. O tal vez sí, pero en una dirección que no conocía nombre ni sentido. Había cruzado muchas puertas desde que comenzó el viaje, pero ninguna como aquella. No recordaba haberla abierto. Solo recordaba estar frente a ella y, luego… estar dentro.

No había cerrojos, ni pomo, ni siquiera madera: solo un marco flotante, hecho de insomnio y deseo mal cicatrizado.

El andén había sido su puente, la biblioteca su herida, pero ahora… al cruzar esa puerta, no entró en una habitación. Caminaba por un pasillo que no existía ni en los sueños más enfermos de un cartógrafo.

El espacio al otro lado era una sucesión infinita de corredores tejidos con hilos de humo. Las paredes palpitaban como si respiraran, tensas y frágiles, cargadas de ecos lejanos. No se oían pasos, pero sí recuerdos cayendo como gotas sobre una superficie que ya no deseaba recordar.

No eran cuentos, sino membranas translúcidas donde danzaban memorias ajenas como peces en un acuario sin agua: fragmentos de infancias que no eran suyas, besos que no le pertenecían, voces de madres que jamás lo habían llamado hijo.

Elías no hablaba. Pensaba. Pero incluso sus pensamientos allí sonaban con más peso, como si fueran pronunciados por otro.

—Claro… nada dice “bienvenido” como un corredor de gasas y murmullos. Me falta una bata blanca y esto se convierte en un paseo terapéutico —murmuró, con esa ironía que ya usaba como escudo.

Avanzaba con los brazos pegados al cuerpo. No por miedo, sino por prudencia. Había aprendido a no tocar nada en los lugares donde el tiempo parecía observar.

La atmósfera se volvió más densa. La luz dejó de temblar y comenzó a curvarse hacia un punto único, un claro al final del corredor. Allí, sin transición, se abriría un jardín.

Pero no a nadie.

Era un campo inmenso que latía como una criatura dormida. La tierra estaba cuarteada, pero no seca: viva, retorcida, herida. Las flores eran negras; algunas, rojas como corazones mal cerrados; otras… transparentes. Pétalos de cristal donde se veían rostros llorando, o sonriendo con cinismo. Un lugar donde todo parecía haber florecido por error.

En el centro del jardín, oculto entre la bruma de los no-dichos, reposaba un banco de piedra. No era un mueble común, sino un altar disimulado bajo la apariencia de reposo. Sobre él, un anciano sin edad, más sombra que hombre, permanecía inmóvil. Su rostro estaba cubierto por un velo blanco que ondulaba apenas con el viento, como si respirara por él. Vestía un traje negro, sobrio y pulcro, pero en sus costuras se adivinaban hilos dorados que brillaban solo cuando la memoria los miraba. No había joyas, ni bastón, ni corona, y sin embargo, todo en su postura hablaba de autoridad. Su sola presencia olía a tierra mojada, a incienso quemado hace siglos, a pactos rotos cuyo eco aún palpitaba bajo la superficie del mundo.

A su lado, dos figuras completaban el cuadro imposible.

Una mujer de cabello castaño, lacio y largo, lo bastante oscuro para confundirse con las sombras pero con reflejos cálidos que grababan la corteza de los árboles antiguos. Sus ojos verdes, profundos como el corazón de un bosque en primavera, no parpadeaban, como si vieran más allá del tiempo. Vestía una camisa blanca con bordes azulados en las mangas, cosida con hilos tan finos que parecía hecha de niebla. La acompañaba una falda larga, azul oscuro, del color de los aguas que no figuran en los mapas: aquellos que solo existen en sueños o en el olvido.

El tercero era un joven que no aparentaba más de veinte años, de sonrisa constante pero sin motivo claro. Sus ojos eran oro pálido, con una chispa infantil que desentonaba con la gravedad del lugar. Sentado en el borde del banco, arrojaba piedrecillas al vacío con una indiferencia casi teatral. No había suelo donde cayeran, ni agua que rompieran, pero él parecía disfrutar el acto como quien repite un gesto milenario para no olvidar quién fue.

Nadie hablaba. Solo esperaban.

Y en ese silencio, denso como un recuerdo no procesado, se tejía algo más que una pausa. Era un umbral. Una frontera suspendida entre el antes y el después, entre lo que ha sido y lo que aún no se atreve a nacer.

Elías cansado se acercó con el ceño arqueado y la ironía afilada.

—Este es el club de lectura del apocalipsis, ¿o estoy invadiendo una reunión de jardineros sin alma?

La mujer alzó la vista. Su sonrisa fue apenas un estremecimiento en las comisuras.

—Oh, un visitante. Qué... impredecible.

—Muy impredecible —repitió el joven, sin dejar de lanzar piedrecillas que desaparecían antes de tocar el suelo—. Aunque, claro… algunos regresan tantas veces que uno ya no sabe si es destino… o mala memoria.

El anciano alzó una mano. Sus dedos, largos y nudosos, crearon una flor que brotó a sus pies. Negra. Alta. De pétalos cerrados.

—Este jardín no crece por amor al arte —dijo, sin que se viera una boca—. Aquí florecen los deseos no cumplidos. Las promesas no pagadas. Las verdades que los vivos prefirieron olvidar.

Elías ladeó la cabeza, arqueando una ceja.

—Bueno, entonces es un milagro que no esté cubierto de punta a punta. El mundo está plagado de eso.

—Ah, pero este jardín solo reconoce las que fueron sembradas con sangre.

Silencio. Un silencio que no incomodaba, sino que evaluaba.

—Y ¿quién lo riega? —preguntó Elías, cruzándose de brazos—. ¿Ustedes?

—Tú.

—Y yo sin traer fertilizante emocional… Ahora entiendo por qué mis plantas morían: las regaba mal.

La voz no vino de ninguno de ellos. Fue el jardín. Cada flor susurró al mismo tiempo, en una lengua rota, como si la tierra hablara en sueños.

Elías parpadeó. No tenía memoria de haber estado allí. Pero algo en su pecho se encogía con una certeza muda. Camino entre las flores. Algunas se marchitaban a su paso. Otros se inclinaban hacia él. En una de ellas, una palabra temblaba escrita con hilos rojos: “Elías”.




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