No había noche.
Ningún día.
Solo el interludio: un cielo inmóvil que no se atrevía a oscurecerse del todo, ni a aclararse del todo. Como si el tiempo contuviera la respiración.
Elías caminaba sin saber hacia dónde, con el libro apretado contra el pecho como un corazón prestado. El título lo seguía ardiendo en los dedos:“Tercer intento”. No había tinta en él, pero pesaba. No por el papel, sino por las vidas que aún no estaban escritas.
Atravesó lo que parecía una estación invertida. Los andenes estaban suspendidos en el aire, colgando de columnas que nacían del cielo y se perdían hacia abajo. No había trenes. Solo vagones estáticos, huecos, como jaulas olvidadas. Algunas tenían puertas abiertas; otras, cerradas con cadenas de nombres.
Las palabras colgaban del techo como telarañas. Nombres de personas, de lugares, de decisiones. Algunos reconocibles, otros deformados por el paso de los silencios. Cuando Elías rozaba uno, un susurro lo acompañaba.
“Yo fui lo que tú olvidaste para seguir vivo”.
Una voz, detrás de él, rompió la quietud.
—No es buena idea tocarlos.
Se volvió. Era una mujer. Ni joven ni anciana. Solo… presente. Su cabello era rojizo, liso, recogido con una cinta oscura. Sus ojos eran azules, pero no vacíos. Eran como mareas antiguas: opacos, pero aún capaces de reflejar las heridas.
Vestía como una maestra de otro siglo: blusa alta, falda larga y un abrigo que parecía cosido con horas perdidas. Llevaba guantes. No por elegancia, sino por necesidad.
—¿Quién eres? —preguntó Elías, con esa mezcla de hastío y curiosidad que solo nace tras perderse demasiado tiempo entre acertijos sin respuestas.
La figura femenina se detuvo a unos pasos. No hizo además acercarse más. Su silueta parecía esculpida por la penumbra misma, envuelta en seda que no rozaban el suelo, como si el mundo evitara tocarla. Sus movimientos eran los de alguien que había vivido siglos en habitaciones de mármol y silencio.
—¿Quién soy…? —repitió, y la pregunta parecía resonar como eco antiguo en las paredes invisibles del lugar—. Una sombra más entre las sombras que lo sirven, la flor marchita que danzó para un trono sin rostro... una cortesana, sí... de aquel a quien todos temen, el que ve sin mirar, el que juzga sin hablar, el que siempre está... incluso cuando nadie lo nota.
Hizo una pausa. Su mirada, aunque oculta bajo el velo, pesaba.
—Me llaman la Maestra.
Y entonces guardó silencio, como si esas pocas palabras fuesen todo lo que el universo merecía saber.
—¿Maestra de qué?
—De errores. De los que se repiten, de los que mutan, de los que regresan cuando uno cree haberlos superado. Mi oficio no es enseñar, sino recordar. No porque haya enseñado, sino porque él así lo dispuso.
El libro reposaba entre las manos de Elías como una promesa que no recordaba haber hecho. Sus dedos temblaban, no por el frío de la estación, sino por el peso invisible de una historia que lo reclamaba desde un abismo que apenas sabía nombrar.
—¿Y esto? —preguntó, la voz ronca, como si hablara en nombre de una versión más antigua de sí mismo.
La mujer no respondió de inmediato. Su andar era elegante, medido, y sus gestos tenían la precisión cruel de quien fue entrenada no para ser vista, sino para ser recordada. Se detuvo a unos pasos de él, sin acercarse demasiado, como si supiera que el contacto rompería algo que aún no debía romperse.
—Tu examen —respondió al fin—. Tu penitencia. Tu salvación. Dependerá de cómo lo leas... o de si decides escribirlo.
Elías bajó la mirada al objeto. Sentía que el cuaderno latía, como si tuviera un corazón ajeno encerrado entre sus páginas.
—¿Y si no lo abro? —inquirió, casi con esperanza.
La Maestra se entusiasma con esa tristeza refinada de quienes han vivido demasiadas despedidas.
—Seguirás existiendo —dijo—. Pero no vivirás. Volverás a despertar en estaciones que no conoces, a escuchar tu nombre en flores que nunca sembraste, a ver reflejos que no entiendes... ya caminar entre ausencias que te reconocen más de lo que tú te reconoces a ti mismo.
El silencio cayó entre ambos. Pero no era un silencio vacío, sino uno lleno de ecos. Como si la estación recordara conversaciones pasadas. Como si el mismo aire esperara que se dijera lo que nunca fue dicho.
Ella se acercó apenas. No lo tocó, pero su sombra pareció rozarlo. Y entonces susurró con la voz de los que aún aman, pero ya no esperan:
—Tu primer intento no fracasó porque eligieras mal, Elías. Fracasó porque olvidaste por qué elegiste.
Las palabras lo golpearon con la dulzura de una bofetada emocional. Sintió un peso en la nuca, como si una lágrima se preparara para caer, pero aún no tenía permiso.
—Dime la verdad —murmuró Elías, como quien lanza una piedra a un lago dormido—. ¿Ella y yo nos conocemos?
La pregunta quedó suspendida entre ambos como un péndulo hecho de años perdidos. La Maestra apenas inclinaba la cabeza. El movimiento fue leve, pero el silencio que le siguió pareció desdoblar el aire.
-Belladona...? —repitió con la lentitud de quien invoca un nombre prohibido, una sílaba que aún sangra en el tiempo. No lo dijo: lo respira. Como si ese nombre fuera un perfume antiguo que aún dolía llevar en la piel.
Él ascendió un par de escalones gastados, apenas. Ella, en cambio, cerró los ojos. Y al hacerlo, el mundo se volvió otro: más pálido, más verdadero. Su respiración se tornó grave, como si cada exhalación liberara un secreto sellado bajo siete sellos. El aire, de pronto, olía a cartas quemadas en la madrugada, a valses interrumpidos en la mitad del giro, a rosas marchitas sobre lápidas sin nombre.
—Ella recuerda —susurró la Maestra—. Como recuerdan las estrellas. No lo que son... sino lo que fueron antes de extinguirse.
Hubo un temblor en su voz, tan tenue como un latido bajo tierra. Luego agregó:
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Editado: 17.07.2025