La Estación

CAPITULO XII: La Ultima Estación

Oscuridad…

Era lo único que había.

Pero llamarla “único” era ya un engaño, una mentira piadosa. Porque aquella oscuridad no era simple ni inocua: era densa, casi sólida, como un manto interminable que se desplegaba más allá de cualquier horizonte, devorando cada rincón del mundo, cada resquicio de esperanza, cada memoria que intentara brillar.

No había nada.
Y, sin embargo… todo estaba ahí.

Todo podía sentirse, percibirse, como si la negrura no ocultara sino que revelara: un silencio tan absoluto que retumbaba en los huesos, un vacío tan vasto que se curvaba sobre sí mismo y devolvía la mirada.
Era una soledad antigua, tan antigua que parecía tener voluntad propia. Era el abismo mismo quien respiraba, quien acechaba en la penumbra, quien susurraba sin palabras, reclamando lo que era suyo.

El vacío y la soledad no eran ausencia. No… eran presencia pura, colmada de una malevolencia paciente, casi delicada, como un depredador que ya no tiene prisa porque sabe que el final le pertenece.
Aquello no era un espacio: era un estado del ser, un abismo sin fondo que se abría dentro y fuera de uno, devorando recuerdos, arrancando nombres, deshilachando lentamente la idea de sí mismo.

Elías caía en ese abismo de oscuridad.
Caía sin fin, sintiendo cómo el vacío lo envolvía como una serpiente interminable, apretando su pecho, estrangulando su voluntad, tejiendo en torno a él una mortaja de seda helada. Podía notar los hilos de esa penumbra cerrándose sobre su piel, tan suaves y fríos como una caricia mortal.

Y allí, en medio de la nada, se podía sentir cómo algo —o alguien— se aproximaba.
No había sonido, no había forma, solo la sensación sofocante de ser observado desde todas partes a la vez. Como si cada hebra de aquella oscuridad estuviera viva, esperando el momento preciso para cerrarse sobre su presa.
Era un territorio donde la esperanza temía entrar y donde la memoria se deshacía como ceniza entre los dedos.

Oscuridad.
Silencio.
Soledad.

Y, bajo todo ello, una certeza apenas perceptible, latiendo en el centro del vacío como un corazón enfermo:
que el abismo no estaba vacío en absoluto…
y que pronto…
comenzaría a hablar.

Un sonido primero fue leve, apenas un roce de tela sobre madera, tan sutil que podría haberse confundido con el susurro del viento entre los andenes. Luego, más definido, más humano: un tacón que golpeaba el suelo con la paciencia de alguien que sabe que no es quien debe apresurarse.

Elías despertó con un sobresalto, como quien es arrancado de las profundidades de un mar oscuro para ser devuelto a la superficie. La sensación de frío aún le calaba en los huesos, como si el sueño —si es que lo fue— hubiera dejado su huella en él.

Abrió los ojos. La estación estaba quieta. Vacía.

O casi.

Un leve peso sobre su hombro le hizo parpadear. Un aroma sutil, a gardenias marchitas y a tinta vieja, se deslizó en el aire. Y entonces la sintió.

—Por fin… —murmuró una voz a su lado, tan suave que parecía un susurro arrancado al viento, con la dulzura helada de una caricia que nunca se olvida, pero que siempre duele—. Has despertado.

Era Belladonna.
Sus palabras se deslizaron hasta él como un secreto demasiado antiguo para ser pronunciado, impregnando el aire de una fragancia tenue, como de flores marchitas y lluvia sobre piedra. Era una voz imposible de ubicar, demasiado cerca para ser sólo un eco, demasiado lejana para pertenecer a un cuerpo tangible.
Cada sílaba le caló en los huesos, despertando memorias que no sabía que tenía, memorias que quizá nunca habían sido suyas.

Por fin…
Has despertado.

Pero en su pecho, algo le decía que el verdadero sueño acababa de comenzar.

Su mano, enguantada en seda negra, descansaba con ligereza sobre su hombro, como una cariciacia del frio de una neavaja, fria al tacto pero había en ese gesto algo más profundo que contacto físico: era un recordatorio, uuna presencia demasiado nítida para ser un fantasma, pero demasiado peligrosa para ser humana; un silencio con forma, una sombra que respiraba con la cadencia de una sentencia.

Elías giró apenas la cabeza… y se encontró con su mirada.

Aquellos ojos… seguían siendo los mismos que lo acechaban incluso en sueños: grises, casi de plata, con un destello de tristeza antigua imposible de descifrar, como si guardaran la memoria de un dolor que el mundo había olvidado. Su cabello, recogido con un broche oscuro que parecía hecho de noche, enmarcaba un rostro inmóvil, y su vestido largo rozaba el suelo con la delicadeza de una sombra alada, como el vuelo detenido de un pájaro atrapado entre dos eternidades.

—¿Está bien? —preguntó ella, su voz no tenía apremio, sino una calma inquietante, como quien conoce la respuesta de antemano—. Se quedó usted dormido… así, de pronto.

Elías tragó saliva. Su pecho seguía pesando con los restos de aquello que, por costumbre, llamaría sueño: el cuaderno latiendo entre sus manos, el hilo rojo serpenteando por las grietas, la figura de ojos vacíos, el reloj de arena detenido. Todo tan vívido, tan cruelmente tangible, que al pensarlo como una ilusión se sentía traidor a sí mismo.

Pero allí estaba ella.
Y allí estaba también el banco frío de la estación, inmutable, indiferente.
Y su propia respiración temblando en el aire, como un hilo frágil a punto de romperse.

Él desvió la mirada, tratando de recomponer la cordura, aunque sentía que cada fragmento se le escurría entre los dedos. Las sombras no danzaban esta vez, y sin embargo, parecían acechar desde los rincones. La estación, gris y muda, permanecía intacta. Ningún hilo rojo lo guiaba ahora, ninguna grieta suspiraba bajo sus pies… pero el silencio se sentía demasiado denso, como si alguien —o algo— aún estuviera aguardando.




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