Tan acostumbrada estaba a la soledad…
que se había convertido en su segunda piel: fría, silenciosa, pero suya. Nunca necesitó aferrarse a nada ni a nadie para seguir adelante; lo había comprendido pronto, con una lucidez que dolía: todo lo que uno aprieta demasiado acaba por pudrirse entre los dedos. Por eso caminaba con las manos abiertas, vacías, dejando que el mundo entero se le deslizara sin dejar huella.
Avanzaba porque no quedaba otra opción. Avanzaba sin preguntarse a dónde, sin esperar nada del horizonte, que siempre parecía más un velo de niebla que una promesa. Atrás, a sus espaldas, las cenizas de lo que fue; adelante, un abismo de sombras que se tendía hasta donde alcanzaba la vista. Pero a ella no le importaba. Ni lo uno ni lo otro.
Había aprendido a moverse por el mundo como quien atraviesa una catedral derruida en mitad de la noche: los ecos de sus propios pasos eran su única compañía, mezclándose con los fantasmas que a veces se atrevía a mirar de reojo. Nunca miraba demasiado tiempo hacia atrás, porque allí sólo habitaban recuerdos que pesaban más que las piedras. Y tampoco miraba demasiado lejos hacia adelante, porque el futuro era una herida abierta, incapaz de prometer nada salvo nuevas cicatrices.
En su interior, la soledad no era una ausencia, sino una presencia sutil, paciente, casi amable, que le recordaba que los recuerdos no bastaban para sostenerse en pie. Así que seguía caminando, ligera en apariencia, endurecida por dentro, con el corazón cubierto de intemperie y los ojos velados por la nostalgia de lo que nunca había llegado a ser.
Y, sin embargo, incluso entonces —en la penumbra más cerrada, en el silencio más cruel— algo en ella seguía latiendo. Algo, al fondo, donde ni siquiera la soledad con toda su paciencia milenaria había podido arrancarlo. Un susurro. Un misterio. Una promesa tenue de que, más allá de las sombras, algo —o alguien— aún la esperaba.
Como si, después de todo, ni siquiera ella pudiera huir del todo de aquello que la miraba desde la distancia… aguardando.
Ahora permanecía allí, inmóvil en el andén, observando cómo el tren se alejaba, deslizándose por los rieles con un gemido metálico, llevándose consigo un fragmento de algo que ella no sabía nombrar. Sus ojos, grises y opacos como la neblina de la estación, no mostraban emoción alguna. Ningún temblor, ninguna lágrima. Como si nada en ella se conmoviera ante la partida.
Pero por dentro… algo se quebraba.
No sabría decir qué, ni por qué. Era una fisura pequeña, casi imperceptible, apenas un hilo de dolor que se extendía lentamente por su pecho, frío al principio, luego agudo, como una grieta en el hielo que anuncia su caída. Sentía —aunque no lo admitiera— que algo se le escapaba, algo que no sabía si alguna vez le había pertenecido.
El chirrido de las ruedas se fue desvaneciendo en la distancia, hasta que lo único que quedó fue el silencio espeso de la estación y una corriente helada que agitaba los pliegues de su abrigo. La niebla se cerró sobre las vías y tragó la última luz del tren, borrándolo de su vista.
Ella siguió allí, quieta, sin mover un solo músculo, con las manos dentro de sus bolsillos, como si el frío no lograra alcanzarla, como si nada de lo que sucedía a su alrededor tuviera realmente importancia. Sus manos, ocultas en la penumbra de la tela, parecían esconder no sólo el temblor de sus dedos, sino también los secretos que se negaba a revelar. El abrigo caía sobre ella como una segunda piel, pesado y solemne, y en la quietud de su postura había algo casi desafiante, una calma tan densa que resultaba inquietante.
En sus bolsillos, quizá, se escondía todo lo que quedaba de ella misma.
Había esperado que, al desaparecer el tren, también desapareciera esa sensación incómoda que le arañaba el alma. Pero no. El vacío seguía allí, más intenso, más insidioso, recordándole que había perdido algo —quizá por tercera vez— sin siquiera saber qué era.
Se quedó un momento más, mirando la nada que había dejado el tren a su paso, con los labios apretados y el rostro impasible, como una estatua que observa cómo el mundo se mueve sin ella. Y cuando por fin bajó la mirada, las sombras del andén ya parecían más largas, más densas, como si la noche la reclamara de nuevo para sí.
La soledad, paciente, se le volvió a posar sobre los hombros.
Y ella la aceptó, porque no sabía —o no se atrevía a recordar— cómo se sentía vivir sin ella.
Las sombras se alargaban a sus pies, enredándose en el frío suelo de la estación y trepando por la tela de su abrigo, como si la noche la reclamara poco a poco. Y aun así, ella seguía allí, con las manos dentro de sus bolsillos, no sólo guardándolas, sino también todo aquello que no podía —o no quería— dejar ver: el leve temblor de la soledad, la fragilidad de un suspiro que nunca llegaba a escapar, la certeza de que el tren se había llevado algo más que pasajeros…
Para ser precisos… a él.
La estación estaba vacía ahora, vacía en una forma que no pertenecía del todo al mundo de los hombres. Un silencio antiguo, casi reverente, se derramaba sobre los andenes, y el viento helado —compañero incansable— giraba en torno a ella como un espectro obediente, alzando jirones de niebla y polvo que parecían murmurar su nombre.
Pero a ella, como siempre, ya no le importaba.
Con la misma calma ritual que sólo poseen los condenados, giró lentamente, dándole la espalda a las vías por donde el tren se había disuelto en la penumbra, allí donde las luces moribundas del andén apenas rozaban los rieles, llevándose algo que ella no sabría —o no querría— nombrar.
Sus pasos resonaron en las losas con la serenidad de quien ha hecho esto antes, demasiadas veces, y siempre igual.
No miró atrás. Nunca lo hacía.
Lo dejó ir… como tantas veces había dejado escapar otras cosas que no podía retener, sin comprender por qué, sin cuestionar nada, sin rebelarse contra esa suerte escrita en el lenguaje de las sombras.
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Editado: 24.09.2025