La Estación

CAPITULO XV: El Rostro del Verdugo

Incluso en la más profunda oscuridad, hay luz…
Porque sin ella, no existiría esa cruel nostalgia por lo que se fue, ni ese deseo secreto de volver, aunque ya no quede nada a lo que regresar...

Es la luz quien da al abismo su nombre y a la desesperanza su filo; quien nos recuerda que aún hay algo que perder, aunque sepamos que no podremos conservarlo. Sin ella, ni siquiera el miedo tendría sentido… y seríamos apenas polvo sin memoria, flotando en un silencio demasiado perfecto...

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Elías, sumergido en la oscuridad, inmóvil, pensó —con una certeza helada— que ya había sido devorado. Que ya no quedaba nada de él. Incluso las criaturas que lo habían reclamado parecían convencidas de su final… Pero el destino —esa fuerza cruel y caprichosa, que disfruta prolongar el tormento con una perversión casi humana— intervino. O quizá no. Quizá era solo otro de sus juegos.

Sintió, al principio como un rumor lejano, que algo lo arrastraba.
Unas manos —o algo que fingía tenerlas— lo tiraban hacia arriba, separándolo del abismo que él mismo había aceptado como morada. La oscuridad, densa y hambrienta, comenzó a deshilacharse a su alrededor, como si se resistiera a dejarlo ir, aferrándose aún a su piel.

Y entonces, un sonido.
Un estruendo seco, metálico, como el portazo de un ataúd que alguien cerraba con ira.
El eco retumbó en la nada, rompiendo el silencio con violencia.
Después, otro golpe: el suyo, cayendo al suelo con un ruido apagado, como carne contra piedra.

Por un momento no se movió. No estaba seguro de poder hacerlo.
El aire le llegaba en ráfagas irregulares, como si el propio vacío hubiera estado bebiéndose su aliento y, ahora, con rencor, se lo devolviera.
Abrió los ojos al fin, jadeando en el suelo un vagon, con una sensación punzante en el pecho, como si toda la oscuridad hubiera estado aplastándolo, exprimiendo lo último que quedaba de él.

Y entonces lo supo:
no había vuelto del todo.
Algo seguía allí con él.
En algún rincón, agazapado, esperándolo.

Y en ese instante, entre respiraciones irregulares y latidos ensordecedores, comprendió con un estremecimiento que lo peor no había terminado.

Que apenas estaba empezando...

Elías se incorporó lentamente, apoyando las manos en el suelo frío del vagon, aún con el pecho sublevado por la respiración entrecortada. Sentía cómo el aire regresaba a sus pulmones como a regañadientes, áspero y denso, como si aún quedara algo de aquella oscuridad dentro de él. Solo cuando el pulso comenzó a ceder, cuando el silencio a su alrededor se volvió demasiado palpable, lo notó.

Una presencia.
Ajena.
Silenciosa y voraz, como un ojo invisible clavado en su nuca.
Algo que no había estado allí antes… y que, sin embargo, parecía llevar siglos esperándolo.

Elías alzó lentamente la mirada, conteniendo el aliento. Y entonces lo vio.

De pie, a apenas unos pasos, se erguía… alguien.
Un humano. O al menos eso pretendía parecer.
Pero la sensación que lo envolvía no era humana en absoluto. No era nada que Elías hubiera sentido antes salvo… salvo con ella.
Pero tampoco era igual. Era frio, pero a la vez irradiaba calidez.
Como si la misma noche hubiera tomado forma para mirarlo a los ojos.

Su complexión, perfecta y joven, resultaba tan imposible de ignorar como un veneno. Había algo en su figura que atraía y repelía al mismo tiempo: bello como una mentira, peligroso como una promesa.
Vestía una túnica negra, cuyos bordes parecían haber sido cosidos con hilo de oro pálido, delicado y opaco, que destellaba como un juramento roto.
La capucha le cubría casi por completo el rostro, sumiéndolo en una sombra más densa que la penumbra del vagón, pero no lo suficiente para ocultar del todo el brillo tenue de sus rasgos.

A su espalda colgaba una espada.
No de acero, no de hierro, sino de plata viva, un metal que parecía latir, derramando destellos como si contuviera sangre y luna a la vez.
Alrededor de su cuello, sujeto por una cadena antigua, pendía un relicario de plata grabado con un símbolo desconocido: una pluma arcaica atravesando el corazón de una rosa, como si fueran uno solo.

Sus cabellos, dorados y revueltos, caían en desorden bajo la capucha, como hilos de luz enredados en la penumbra.
Y sus ojos…
Dios.
Sus ojos.

Dorados también, pero de un oro ajeno al mundo, profundo y ardiente, como brasas que nunca se extinguen. No había humanidad en esa mirada, s rotor se distinguia una molestia palpable.
No había bondad.
Solo una calma letal, un poder contenido, como si bastara con un parpadeo para consumirlo todo.

Elías tragó saliva, incapaz de apartar la vista de él, incapaz de moverse siquiera, y por primera vez desde que habia sido consumido por las sombras con mascaras… sintió verdadero miedo.

Y la presencia, como si leyera sus pensamientos, inclinó la cabeza y lo observó más de cerca, con un silencio tan pesado que dolía.
Luego habló.
Su voz —que hasta ese instante había sido apenas un murmullo contenido, paciente como un cuchillo en la oscuridad— se quebró. Perdió todo rastro de calma y se tiñó de impaciencia, casi de histeria juvenil, rasgando el silencio del vagón como un relámpago entre grietas húmedas.

—¡¿Qué carajos crees que haces, idiota?! —soltó, con una furia que parecía vibrar entre las paredes—. ¡Ellos pudieron haberte matado!

Elías retrocedió un paso instintivamente, aturdido por aquel estallido. El miedo que lo había tenido paralizado momentos antes se desvaneció de golpe, sustituido por una confusión más fría, más humana. La voz lo había sacudido como si lo arrancara de un sueño, y ahora solo quedaba un temblor en sus manos y un vacío en el pecho.




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