Corrí.
Esta vez sin mirar atrás.
Porque sabía lo que vería.
Y no estaba lista para enfrentarlo.
La Sombra no necesitaba velocidad.
Su poder estaba en el miedo.
En el peso invisible que dejaba en el aire.
En la forma en que todo se distorsionaba cuando se acercaba.
Las calles parecían cerrarse a mi paso.
Como si el pueblo mismo tratara de atraparme.
Pero entre los gritos del viento y los crujidos del suelo, escuché algo más.
Mi nombre.
Dicho con una voz que no recordaba.
Dicho con tristeza.
Tropecé al doblar una esquina y caí de rodillas.
El casete aún en mi bolsillo, como un ancla.
Y entonces… el recuerdo.
Una habitación.
Una puerta entreabierta.
Lucía, llorando.
Yo, afuera, escuchando algo que no debería haber oído.
Una discusión.
Un secreto.
—Ella no debe saberlo —dijo alguien.
—Ya está muy cerca —respondió otro.
Mi yo del pasado retrocedió en silencio.
Pero cometí un error.
La puerta crujió.
Lucía me vio.
Sus ojos eran un grito sin voz.
Y lo siguiente que recuerdo… es oscuridad.
Volví al presente con la respiración entrecortada.
Ese día. Ese momento.
Era el inicio de todo.
Me levanté como pude y seguí corriendo.
Ya no solo huía del peligro.
Huía de la verdad.
Porque por primera vez en mucho tiempo…
Empezaba a entender que yo también tenía culpa.
Y tal vez, solo tal vez,
Lucía no desapareció.
La entregaron.