La estrategia de perderte (4)

3

El jet de los Petrovich aterrizó suavemente en una pista privada en las afueras de Tokio, envuelto en el crepúsculo. Para Lydia, la ciudad era un laberinto de luces de neón y sombras, un lugar donde el control de Mauro se sentía casi absoluto. Bajó de la aeronave, envuelta en un abrigo oscuro que ocultaba su figura, sus ojos fijos en el horizonte iluminado. La misión era clara: proteger a Theo, asegurar el legado de la flor negra, y, crucialmente, asegurarse de que Harry se mantuviera alejado.

En el vehículo blindado que la esperaba, Elena la recibió con su habitual eficiencia gélida.

—Bienvenida a Tokio, Doctora Petrovich. Theo está a salvo en el penthouse de la familia. Ha sido trasladado de su laboratorio.

Lydia asintió, su mente ya procesando la logística.

—¿Y el hombre que se le acercó? ¿Algún avance?

—Desapareció sin dejar rastro —respondió Elena, sus ojos escudriñando el tráfico—. Pero su tarjeta fue analizada. El símbolo es una variación antigua de Veritas, asociada a una facción más extremista que busca la "pureza" no a través de la enfermedad, sino de la erradicación de lo que consideran "anomalías". Como el legado de la flor negra.

—Y eso incluye a Theo —murmuró Lydia, la preocupación apretándole el pecho.

Su primera parada no fue el penthouse, sino un laboratorio satélite secreto de los Petrovich, bajo la fachada de una clínica de estética de lujo. Allí, Lydia comenzó su estrategia. Su prioridad era analizar a Theo en profundidad, entender la naturaleza de su conexión con la flor negra. Pero también, idear un plan para desviar a Harry. Ella sabía que Harry, en su feroz protección de Nicolai, sería una fuerza destructiva e impredecible si irrumpía en la órbita de los Petrovich. Mauro ya le había dado la orden explícita: Harry no debía ser un factor en Tokio.

Lydia trabajó sin descanso. Utilizó una red de agentes de élite para comenzar a difundir información falsa sobre un posible objetivo de Veritas en Londres, la ciudad donde Harry había vivido un tiempo. Eran migajas, rumores cuidadosamente plantados en los canales que Harry, sin duda, seguiría. Su intención era que Harry persiguiera una pista muerta, manteniéndolo ocupado y alejado de la verdad sobre Theo y la verdadera amenaza en Tokio. La decisión era dolorosa, una herida autoinfligida, pero necesaria para la misión.

Mientras tanto, en el opulento penthouse de los Petrovich, Theo se sentía como un pájaro en una jaula. El lujo era abrumador, pero la sensación de encierro lo asfixiaba. Los guardaespaldas lo seguían a todas partes. La ansiedad por la extraña vibración y los sueños de la flor negra lo mantenían despierto. Se sentía desconectado, confinado.

Su única compañía era el personal de servicio. Entre ellos, una joven mucama japonesa llamada Mika, de cabello oscuro y ojos amables, que se movía con una gracia silenciosa. Mika era discreta, atenta, y sus ojos transmitían una calidez que Theo no había encontrado en el frío mundo de los Petrovich.

Un día, mientras Theo intentaba trabajar en sus bocetos, frustrado por la falta de libertad, Mika entró para limpiar la habitación. Vio sus dibujos dispersos por el suelo, extraños diseños moleculares y florales.

—Son hermosos —murmuró Mika, su voz suave—. Como la vida misma.

Theo levantó la vista, sorprendido. Estaba acostumbrado a que su arte fuera admirado por su excentricidad, no por su esencia.

—Intento capturar la belleza de la biología —respondió Theo, sintiendo una punzada de alivio al hablar con alguien ajeno al control de Mauro.

Mika sonrió, y en esa sonrisa, Theo sintió una conexión inusual. Hablaron durante horas, rompiendo las barreras del servicio y la jerarquía. Mika escuchaba con atención genuina mientras Theo le hablaba de sus inquietudes, de los extraños sueños, de la sensación de vibración. Ella no lo juzgó, solo escuchó. Él encontró consuelo en su presencia, en su simple humanidad.

A medida que los días pasaban y Lydia profundizaba en sus manipulaciones para desviar a Harry, Theo y Mika se acercaban más. Él se sentía atraído por su bondad, su ingenuidad, su conexión con un mundo más allá de la ciencia y el poder. La soledad del penthouse se disipaba con cada una de sus visitas. Las conversaciones se extendían, llenas de risas y de la chispa de un entendimiento mutuo. Una emoción nueva, delicada y prometedora, comenzó a florecer en el corazón de Theo, un sentimiento que lo arrastraba lejos de los peligros que Lydia y Harry estaban por enfrentar.

Mientras Lydia tejía una red de engaños para proteger a Theo, sin saber que el corazón de su sobrino ya estaba enredándose en una trama de emociones que trascendía cualquier plan estratégico.

El mensaje, cifrado y envuelto en las capas habituales de precaución, llegó a la Patagonia como un escalofrío en la noche. Harry lo leyó a la luz parpadeante de una lámpara de queroseno, sus ojos azules entrecerrándose con cada palabra. Hablaba de un "despertar de células latentes" de Veritas en Londres, de movimientos sospechosos alrededor de antiguos puntos de contacto. Era la carnada que Lydia había sembrado, cuidadosamente diseñada para ser irresistible.

—¿Problemas, Harry? —la voz de Elena, suave y preocupada, lo sacó de sus pensamientos.

Estaba sentada junto a la chimenea, tejiendo. La imagen de paz y calor que ella emanaba era un contraste brutal con la tormenta que se formaba en el corazón de Harry.

—Tal vez —respondió él, su voz áspera, mientras doblaba el mensaje con precisión—. Parece que algunos viejos fantasmas se niegan a permanecer enterrados.

Elena dejó su labor, sus ojos fijos en él. Conocía a Harry mejor que nadie. Sabía que su pasado era una bestia que nunca estaría completamente encadenada.

—¿Londres? ¿No es donde…?

Harry asintió, su mandíbula tensa. Londres era donde su dolor por Lydia había comenzado a solidificarse en un muro impenetrable. Pero también era donde había forjado algunas de sus alianzas más duraderas, los contactos que ahora serían vitales.




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