Londres. Su niebla familiar, su pulso constante, lo recibieron como un viejo enemigo. Para Harry, la ciudad era un laberinto de recuerdos y sombras. Cada esquina parecía susurrar el nombre de Lydia, de las promesas rotas, de la vida que había dejado atrás. Pero no había tiempo para la nostalgia. La seguridad de Nicolai era la única brújula que guiaba sus pasos.
Se movió como un fantasma, utilizando habilidades que creía oxidadas por años de paz patagónica. Se contactó con sus antiguos informantes, sombras del submundo de inteligencia que le debían favores o simplemente respetaban su reputación. La información que Lydia había plantado era sutil, pero efectiva. Hablaba de una "célula durmiente de Veritas" reactivándose, de movimientos sospechosos de capital en cuentas en paraísos fiscales conectadas a antiguos operativos. La liebre falsa corría a la perfección.
Harry se sumergió en la búsqueda, sintiendo la adrenalina familiar de la caza. Noches en vela, vigilancia en callejones oscuros, descifrado de comunicaciones cifradas. La información que encontraba era convincente, demasiado convincente. Los cabos sueltos, las coincidencias, todo apuntaba a Londres. Era una trampa, lo sabía en lo más profundo de su ser, un juego de Mauro o de Lydia para mantenerlo lejos. Pero si había la más mínima posibilidad de que fuera real, de que pusiera en peligro a Nicolai, tenía que seguir el rastro. La furia de la manipulación se mezclaba con la urgencia de su misión. Él sería el dragón que destruiría cualquier amenaza, incluso si eso significaba quemarse en el proceso.
Mientras se hundía más en la red de desinformación, una llamada interrumpió su concentración. Era Elena.
—Todo está tranquilo aquí, Harry —su voz, calmada como siempre, intentaba tranquilizarlo—. Nicolai está bien.
—¿Y tú? —preguntó Harry, su voz grave.
—Estamos bien. Solo… lo extrañamos —dijo Elena, y Harry pudo escuchar el cariño en su voz.
—Volveré cuando esto termine —prometió Harry, sintiendo una punzada de culpa por el peligro al que los exponía al irse.
Pero antes de colgar, Elena añadió:
—Nicolai… ha estado hablando mucho de sus sueños. De una flor negra. Y de una vibración.
El corazón de Harry se contrajo. La liebre falsa de Londres lo estaba distrayendo, pero el verdadero peligro seguía latiendo en la Patagonia. La red de Lydia era inteligente, pero no lo suficiente como para apagar la conexión innata de su hijo con la flor negra.
En el lujoso penthouse de Tokio, la jaula de cristal de Theo comenzaba a transformarse en un jardín secreto, cultivado por las manos de Mika. Sus conversaciones se habían vuelto el alimento diario para el alma de Theo, un refugio de la vigilancia constante de los Petrovich. Ella era su oasis de normalidad, su confidente más cercana. Su presencia, tan ajena a los secretos de la flor negra y al poder, era precisamente lo que lo atraía.
La "sensibilidad" de Theo se había vuelto más pronunciada. La vibración, que antes era una punzada, ahora era un murmullo constante, una sinfonía de frecuencias que sentía en el ambiente. Solo cuando Mika estaba cerca, esa vibración se armonizaba, se volvía menos intrusiva, casi musical.
Un día, mientras Mika le ayudaba a organizar unas raras especies de orquídeas en el invernadero personal de Theo, él experimentó una de sus vibraciones más intensas. Cayó de rodillas, el mundo a su alrededor pareciendo disolverse en patrones abstractos de energía. No era dolor, sino una sobrecarga de información, una avalancha de sensaciones de las plantas a su alrededor.
Mika reaccionó instintivamente. Se arrodilló junto a él, y en lugar de preguntar, simplemente tomó su mano. Su piel era suave, sus dedos fríos, pero su toque fue un ancla. La vibración no desapareció, pero se suavizó, se volvió tolerable.
—Respira, Theo —susurró Mika, su voz una melodía calmante—. Siente la tierra bajo tus pies. Escucha lo que te dicen.
Theo miró a Mika, sus ojos dilatados. Había una comprensión en sus ojos que nadie más había mostrado. No miedo, no la fría curiosidad científica de Lydia, sino una empatía pura.
—Puedes sentirla, ¿verdad? —preguntó Theo, con la voz ahogada.
Mika asintió suavemente.
—Un poco. La energía de la vida. Siempre la he sentido. Desde niña.
En ese momento, Theo lo supo. Mika no era solo una mucama; era la pieza que le faltaba en el rompecabezas de su extraña sensibilidad. Era una conexión, una guía. Y la forma en que su mano encajaba en la suya, la forma en que su presencia calmaba el torbellino dentro de él, le confirmó que su corazón ya le pertenecía. Lo que había comenzado como una amistad se había transformado en un amor silencioso, un jardín secreto floreciendo en la jaula dorada de los Petrovich.
Mientras Harry, a miles de kilómetros de distancia, se hundía en la telaraña de mentiras tejidas por Lydia, Theo se aferraba a la única verdad que conocía, una verdad que residía en la conexión inesperada y poderosa con Mika. La distancia entre los protectores se ampliaba, mientras los jóvenes, en el centro de la tormenta, tejían lazos que nadie podría prever.
Londres, con su eterna neblina, se sentía más que nunca como un tablero de ajedrez gigante para Harry. La información que había recibido, la "liebre falsa" sembrada por Lydia bajo las órdenes de Mauro, comenzaba a mostrar grietas. Harry era un maestro en desenterrar secretos; su intuición, pulida por décadas de operaciones encubiertas, le susurraba que algo no encajaba.
Pasó días y noches inmerso en la red de contactos de bajo nivel y fuentes clandestinas. Los "movimientos de capital" se esfumaban en el aire, los "antiguos operativos" eran sombras sin sustancia. La narrativa de una célula activa de Veritas en Londres era demasiado perfecta, demasiado convenientemente encubierta por la burocracia digital. Era una distracción, una muy elaborada.
En un callejón oscuro de Soho, bajo la llovizna constante, se encontró con un viejo contacto, un ex-analista de inteligencia desengañado que ahora vivía de favores y secretos. El hombre, con el rostro marcado por la desconfianza, le entregó un micro-chip.
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Editado: 12.07.2025