La estrategia de perderte (4)

10

La helada brisa siberiana azotaba el jet de los Petrovich mientras aterrizaba en una remota pista de hielo, tan solitaria como el paisaje circundante. La oscuridad del crepúsculo polar envolvía la desolada taiga. Harry y Lydia, equipados con trajes térmicos de última generación y mochilas repletas de equipo táctico, descendieron de la aeronave. El aire cortante les quemaba los pulmones. No había tiempo para la nostalgia ni para los reproches. Solo la misión importaba.

—El perímetro de la base está a unos cinco kilómetros al norte —dijo Lydia, ajustándose las gafas de visión nocturna—. Los drones de reconocimiento han detectado patrones de patrulla irregulares, lo que sugiere que están en alerta máxima.

—Lo esperado —murmuró Harry, revisando su rifle de asalto silenciado—. Necesitamos un punto ciego. Los túneles de servicio subterráneos son nuestra mejor opción, pero las entradas suelen estar fuertemente protegidas o camufladas.

Mientras avanzaban sobre la nieve profunda, sus movimientos eran un eco silencioso de los años que habían pasado luchando juntos. A pesar del abismo de resentimiento que los separaba, la sincronía de su trabajo era innegable, casi instintiva. Harry lideraba el camino, sus ojos escaneando el terreno en busca de señales de trampas o sensores. Lydia, con su tableta, analizaba las fluctuaciones de energía en la atmósfera, buscando cualquier indicio de la manipulación de la flor negra o de la ubicación precisa del centro de control de Zora.

La desesperación por Nicolai se clavaba en el pecho de Harry con cada paso. Elena le había enviado un último mensaje codificado: la cabaña de la Patagonia estaba sufriendo daños estructurales, la resonancia era tan fuerte que desestabilizaba el entorno. Nicolai estaba agotado, al borde del colapso. Era un faro que se extinguía lentamente, su energía drenada para alimentar la locura de Zora.

—La base es su epicentro, Harry —dijo Lydia, rompiendo el silencio—. Si no la desmantelamos desde adentro, la "purificación" será irreversible.

Harry asintió, su mirada fija en el oscuro perfil de la base que comenzaba a vislumbrarse en la distancia. El tiempo se agotaba.

Mientras tanto, en el penthouse de Tokio, Theo y Mika se movían con la urgencia de quienes sabían que cada segundo podía significar la diferencia entre la vida y la muerte. El asalto de los Purificadores había dejado el laboratorio de Lydia en un caos. Cables expuestos, monitores rotos, el aire aún pesado con el olor a quemado. Pero entre la destrucción, Theo buscaba la clave de su salvación.

—Las cámaras de resonancia… los moduladores de frecuencia… —Theo susurraba, sus ojos escudriñando el equipo dañado—. Necesito algo para amplificar el pulso, para crear una contrafrecuencia.

Mika se aferraba a su brazo, su presencia calmando la intensa vibración en Theo, pero también sintiendo el eco del dolor distante de Nicolai.

—¿Estás seguro de que podemos hacer esto? —preguntó, su voz temblaba ligeramente.

—Tenemos que hacerlo —respondió Theo, con una determinación férrea. Su intuición, potenciada por Mika, lo guiaba a través del laberinto de la ciencia dañada de su tía.

Encontraron una sección del laboratorio relativamente intacta, un área dedicada a la investigación de partículas de resonancia. Theo identificó un generador de frecuencia y un modulador de bioenergía que, con algunas reparaciones rápidas, podrían ser adaptados para su propósito.

—Si podemos conectar esto a la red central del penthouse —explicó Theo, señalando los componentes—, y usar la energía residual de la flor en los sistemas de la mansión, podríamos enviar una onda. Una onda para Nicolai.

Mika asintió, sus ojos llenos de una mezcla de miedo y fe. Ella sabía que su papel era crucial. Sería el amplificador, el puente entre la tecnología y la energía de la flor negra que fluía a través de Theo.

Mientras Theo trabajaba con febril rapidez, empalmando cables y reconfigurando circuitos, los sistemas del penthouse comenzaron a estabilizarse. La ausencia de los Purificadores, aunque temporal, permitió que los protocolos de seguridad de los Petrovich se reactivaran parcialmente. Esto les daba una ventana de oportunidad, pero también implicaba que el riesgo de ser detectados por el personal de Mauro era inminente.

De repente, una voz resonó en el intercomunicador del laboratorio. Era Elena.

—Theo, Mika, ¿están ahí? Respondan. Los sistemas muestran actividad inusual en el laboratorio principal.

Theo y Mika se miraron. Habían logrado entrar, pero ahora estaban atrapados. La voz de Elena era cautelosa, no amenazante. Era la misma Elena que había sido una figura materna para Theo durante años.

—Es Elena —susurró Mika—. Tal vez ella pueda ayudarnos.

Theo dudó. Confiar en alguien del círculo de Mauro era arriesgado, pero el tiempo se agotaba para Nicolai. El pulso de dolor que sentía se intensificaba, una señal clara de que su primo se desvanecía. La desesperación los impulsó a tomar una decisión arriesgada.

—Elena, somos Theo y Mika —respondió Theo al intercomunicador, su voz llena de urgencia—. Estamos en el laboratorio. Necesitamos tu ayuda. Es por Nicolai.

La línea se quedó en silencio por un momento. Luego, la voz de Elena, ahora más tensa, respondió:

—Quédense donde están. Voy para allá.

Los engranajes del plan de Theo y Mika, aunque improvisados y peligrosos, comenzaban a girar. La distancia entre los dos frentes, Siberia y Tokio, se acortaba, y el destino de Nicolai pendía de un hilo.

La fría oscuridad del conducto de ventilación siberiano era un abrazo claustrofóbico. El zumbido distante de la maquinaria se hacía más fuerte, y con él, la ominosa vibración de la flor negra. Harry y Lydia se movían con sigilo, sus cuerpos tensos, sus mentes enfocadas en la misión. Pero la cercanía forzada, el conocimiento de la vida de Nicolai pendiendo de un hilo, y la magnitud de la amenaza que enfrentaban juntos, comenzó a desdibujar las fronteras del resentimiento.




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