La estrategia de perderte (4)

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La Patagonia, con sus cumbres nevadas y la inmensidad de sus cielos, comenzó a sanar las heridas invisibles de Harry y Nicolai. La cabaña, reparada y restaurada, se convirtió una vez más en un santuario de paz. Elena, siempre el ancla de su familia, cuidó de ambos con una ternura inquebrantable, tejiendo la rutina diaria que los conectaba a la tierra y a la vida. Pero la paz, aunque dulce, no era la misma de antes. Los ecos de la flor negra aún resonaban, un recordatorio constante de la fragilidad de su mundo.

Nicolai, aunque se recuperaba físicamente, sentía que había cambiado para siempre. La "vibración" que lo había atormentado ahora era una parte intrínseca de él, un sexto sentido que lo conectaba con la vida a su alrededor de una manera profunda y, a veces, abrumadora. Las flores silvestres del campo parecían susurrarle, los árboles le contaban historias de sus raíces. Por las noches, soñaba con paisajes lejanos, con Theo y Mika, con hilos de energía que se extendían por el mundo, conectando a los catalizadores.

—Papá —dijo Nicolai una tarde, mientras ayudaba a Harry a reparar un cerco—, siento a Theo. Y a Mika. Es como si pudiera… ver lo que ven, sentir lo que sienten, aunque estemos tan lejos. Es extraño.

Harry lo miró, el corazón encogido por la mezcla de orgullo y preocupación. Su hijo había heredado un don y una carga.

—Es la conexión, hijo —dijo Harry, su voz suave—. La flor negra te unió a ellos de una manera que la distancia no puede romper. Y esa conexión… es poderosa. Es lo que te salvó.

Pero Harry sabía que esa misma conexión era lo que los haría vulnerables, lo que los arrastraría de nuevo al centro de la tormenta.

Miraba a Elena, que tejía tranquilamente cerca, su rostro sereno, y sentía una mezcla de gratitud y una punzada de culpa. Había prometido protegerlos, y ahora, la amenaza de Zora seguía acechando.

Mientras tanto, en Tokio, la vida de Lydia se había vuelto una vorágine de trabajo y una tortura silenciosa. El recuerdo del beso con Harry, el ardor de su reproche, la había consumido.

Sabía que había cruzado una línea, tanto con él como con Mauro, cuyo control sobre ella se había vuelto aún más férreo. Cada llamada, cada reunión, cada directriz de Mauro era un recordatorio constante de su lugar en el imperio Petrovich.

La prioridad de Lydia era comprender el verdadero alcance de la derrota de Zora. Los análisis de la muestra del núcleo de la flor negra recuperada de Siberia revelaron una paradoja inquietante. Aunque el núcleo estaba inerte, su estructura molecular sugería una capacidad de auto-regeneración a largo plazo si se le daban las condiciones adecuadas. La flor negra no había sido destruida; solo estaba dormida.

—La purificación fue un fracaso, pero la amenaza persiste —dijo Lydia a Mauro en una reunión privada—. Zora tiene la tecnología, el conocimiento y la fanaticada. Y lo más preocupante… tiene una profunda comprensión de cómo utilizar a los catalizadores.

Mauro la escuchó, su rostro impasible, sus dedos entrelazados sobre el escritorio de cristal.

—Y los catalizadores, Doctora, son su prioridad. Theo y Nicolai son ahora blancos aún más valiosos.

Lydia sintió un escalofrío. Sabía que Mauro estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para proteger sus intereses, y eso incluía a Theo. Pero ¿a qué costo?

Theo y Mika, ajenos en parte a las maquinaciones de Mauro y Lydia, pasaban sus días en el laboratorio privado de Theo, explorando la naturaleza de su conexión. La contrafrecuencia que habían generado no solo había detenido el plan de Zora, sino que había abierto una nueva dimensión de comprensión para Theo. Con Mika como su amplificador, Theo podía ahora percibir el "lenguaje" de la flor negra a un nivel molecular, casi como si pudiera conversar con ella.

—Es más que energía, Mika —explicó Theo, dibujando complejos patrones moleculares en una pizarra luminosa—. Es información. Es una especie de conciencia. La flor no es solo una planta; es una biblioteca de la vida misma, y los catalizadores somos sus lectores.

Mika, fascinada, tocaba los dibujos de Theo.

—Entonces, ¿podríamos usarla para… para sanar? Para entender más allá de lo que la ciencia convencional puede explicar?

Theo la miró, sus ojos brillando con una esperanza que no había tenido antes.

—Sí. Y para eso, necesitamos protegerla. Proteger a Nicolai, y a nosotros mismos.

La conexión con Nicolai se había vuelto más fuerte desde el pulso de la contrafrecuencia. Theo podía sentir el bienestar de su primo, pero también una nueva vibración, un latido distante de la Patagonia. Sabía que Harry estaría a su lado si lo necesitaba.

En la Patagonia, Harry se había sentado junto a la ventana, observando la nieve caer. Un mensaje cifrado apareció en su comunicador. Era de una de sus viejas fuentes de inteligencia, una que aún le debía un favor. Decía: "Zora. Asia Central. Remanentes. Y la flor... aún respira. Necesitan al dragón."

Harry apretó el comunicador en su mano, la cicatriz de la herida de Zora en su hombro palpitando. El deber lo llamaba de nuevo. Había prometido proteger a su familia, y eso significaba erradicar la amenaza de Zora de una vez por todas. Pero esta vez, no iría solo. Miró a Nicolai, dormido en el sillón, a Elena que sonreía suavemente mientras leía un libro. Él no podía arrastrar a su familia de nuevo al infierno. Pero tampoco podía ignorar la amenaza.

La decisión estaba tomada. El reencuentro con Lydia, con Mauro, con el mundo que había dejado atrás, era inevitable.

El amanecer sobre la Patagonia trajo consigo la fría resolución. La paz que Harry había encontrado era un velo frágil, y la persistencia de Zora lo había deshecho. La cicatriz en su hombro era un recordatorio constante de la batalla pasada y la que se avecinaba. Sabía que esta vez, el enfoque debía ser diferente. Ya no podía operar en la oscuridad, ni permitir que Lydia y Mauro controlaran la narrativa. La amenaza de la flor negra y sus catalizadores era demasiado grande, y su hijo Nicolai estaba directamente en su mira.




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