La estrategia de perderte (4)

18

El aliento de la catástrofe llenó la sala de control en Asia Central. Zora, con una velocidad desesperada, se lanzó hacia el Núcleo Latente, su mano extendida para activar la secuencia final. La flor negra, encapsulada en su pedestal, pulsaba con una luz púrpura, su energía hirviendo.

Lydia, con un grito ahogado, se lanzó también, sus dedos volando sobre el panel de control adyacente, buscando la sobrecarga precisa, la anulación que deshabilitaría la amenaza.

Harry, herido y agotado, se interpuso entre Zora y el panel. En el brutal forcejeo, la mujer fanática logró arrebatarle su cuchillo y, con una crueldad helada, lo clavó en el costado de Harry. El dolor fue agudo, cegador, pero Harry se mantuvo firme, aferrándose a Zora con una fuerza primordial.

—¡Lydia, ahora! —rugió Harry, su voz tensa por el dolor, pero inquebrantable.

Lydia, con lágrimas empañando su visión, forzó los últimos comandos.

La decisión era un acto de fe, un cálculo preciso de años de estudio contra la locura de Zora. Justo cuando los dedos de Zora rozaban el botón de autodestrucción, Lydia completó la secuencia.

Un estruendo sordo sacudió la caverna. El Núcleo Latente de la flor negra no explotó, sino que implosionó sobre sí mismo, encogiéndose, su luz púrpura disminuyendo hasta convertirse en una oscuridad inerte.

La energía contenida se disipó, dejando solo un rastro de ceniza y un olor a metal quemado. La amenaza de una "purificación" global, de una reescritura de la vida, se había desvanecido.

Zora, con un grito de pura desesperación y furia, se desplomó. Su conexión con la flor negra, la fuente de su poder y su locura, se había cortado abruptamente.

La máscara de fanatismo se resquebrajó, revelando un rostro demacrado, el de una mujer consumida por su obsesión.

Mauro se acercó, sus hombres asegurando a Zora, quien seguía murmurando incoherencias sobre "pureza" y "aberración".

La batalla había terminado.

Lydia corrió hacia Harry, quien yacía en el suelo, su mano apretando la herida de su costado. La sangre manchaba su traje. El alivio por la victoria se mezcló con un miedo abrumador.

—¡Harry! —exclamó Lydia, arrodillándose a su lado, sus manos temblaban mientras rasgaba su traje para examinar la herida.

Harry la miró, sus ojos vidriosos por el dolor, pero con un brillo de alivio.

—Lo lograste, Lydia. Los salvaste.

Lydia ahogó un sollozo.

Las viejas heridas, la amargura, el resentimiento... todo se desvaneció ante la cruda realidad de su dolor y la inmensa gratitud por su sacrificio.

—Tú los salvaste, Harry —murmuró, sus lágrimas cayendo sobre su rostro. Se inclinó, su frente tocando la suya, un gesto de intimidad y desesperación—. Lo siento. Siento mucho todo.

En ese momento de vulnerabilidad, las palabras fluyeron entre ellos, no a través de reproches, sino de una comprensión tácita.

El peso de años de secretos y traiciones se alivió, aunque la herida, tanto física como emocional, seguiría ahí.

Mientras tanto, a miles de kilómetros de distancia, en el invernadero del château francés, Theo y Mika sintieron el cambio.

La vibración de la flor negra, que había sido un tambor de guerra en los últimos minutos, se silenció de repente. La luz de la muestra de la flor en la mesa se atenuó, volviendo a su brillo sutil.

—Se acabó —susurró Theo, sus ojos abriéndose, llenos de asombro y una extraña paz.

Mika asintió, las lágrimas rodando por sus mejillas.

Habían sentido la batalla, el dolor de Harry, el esfuerzo de Lydia.

Habían sido un escudo, un conducto para la esperanza.

—Lo lograron —dijo Mika, abrazando a Theo con fuerza.

Nicolai, en la Patagonia, sintió un cambio similar. El zumbido constante de la flor negra en su interior, que había sido una presencia abrumadora, se volvió un eco distante, un susurro benigno. La presión se alivió, y la sensación de ser un "faro" disminuyó. Se sintió más ligero, más libre.

Días después, el jet privado de los Petrovich regresó a la Patagonia, trayendo a Harry, ahora recuperándose lentamente, y a Lydia.

La herida de Harry aún lo mantenía débil, pero su espíritu estaba más ligero. El silencio entre él y Lydia ya no era tenso, sino más bien contemplativo, un espacio para la curación.

El reencuentro de Harry con Elena y Nicolai fue emotivo, lleno de abrazos y lágrimas de alivio. Lydia observó desde la distancia, permitiendo que la familia tuviera su momento. Luego, se acercó a Elena.

—Elena —dijo Lydia, su voz suave—. Siento mucho haberte ocultado la verdad sobre Nicolai. Mi intención nunca fue ponerlo en peligro. Quería protegerlo.

Elena la miró, y por primera vez en años, Lydia vio comprensión, no resentimiento.

—Lo sé, Lydia —dijo Elena, su voz suave—. Todos hemos hecho lo que creíamos correcto para proteger a quienes amamos. Lo importante es que estamos aquí ahora, y que Nicolai está a salvo.

La conversación con Harry llegó más tarde, bajo las estrellas de la Patagonia. Sentados en el porche de la cabaña, el aire fresco llenando sus pulmones.

—Lydia —dijo Harry, su voz baja—. Gracias. Gracias por todo.

Lydia asintió, su mirada fija en el horizonte.

—Siempre te he protegido, Harry. A ti, y a Nicolai.

—Lo sé —dijo Harry—. Y sé que te dejé sola con el peso de los Petrovich. Siento no haber estado allí para ti.

Se miraron, y en ese momento, una nueva semilla de esperanza brotó entre ellos. La guerra no había terminado con un abrazo apasionado, sino con un reconocimiento de las heridas, una promesa silenciosa de curación.

El desgarro que los había separado durante años comenzaba a cerrarse, lenta y dolorosamente.

La flor negra ya no era una amenaza de destrucción global, sino una fuerza con un potencial inmenso, un misterio a desvelar. Y los catalizadores como Nicolai y Theo, junto con Mika, eran la clave de ese futuro.

La obsesión de Zora había sido contenida, pero el legado de la flor seguiría tejiendo el destino de los Petrovich, ahora con una nueva comprensión y una nueva esperanza.




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