La curación en la Patagonia había sido un bálsamo para Harry y Lydia, un efímero refugio donde las viejas heridas comenzaron a cerrarse. Las noches bajo las estrellas, las conversaciones honestas que se extendían hasta el amanecer, habían reavivado una llama que ambos creían extinguida.
Hubo momentos en que sus manos se buscaron en la oscuridad, en que sus miradas se encontraron con una intensidad que lo decía todo sin palabras. La posibilidad de un futuro juntos, de una familia unida, parecía, por primera vez en años, un sueño alcanzable.
Pero el mundo exterior no había olvidado sus reclamos. La llamada de Mauro llegó en una tarde clara, rompiendo la frágil burbuja de su paz. Su voz, siempre impasible, sonaba más autoritaria que nunca.
—Doctora Petrovich, sus análisis del Núcleo Latente son cruciales para el futuro de Veritas. Su presencia es requerida de inmediato en Tokio. Los proyectos de investigación con Theo y Mika necesitan su supervisión directa.
Lydia escuchó en silencio, su rostro palideciendo. Sabía lo que significaba.
Era el fin de su tregua, el regreso a la jaula dorada de su vida con Mauro y los Petrovich.
Harry, al ver la expresión en su rostro, supo también.
El aire en la cabaña se volvió pesado, cargado de una tristeza inminente.
Esa noche, la conversación fue breve, teñida de una amargura que ninguno de los dos había deseado.
—Tengo que irme, Harry —dijo Lydia, su voz apenas un susurro. La mirada en sus ojos era de desesperación y resignación—. Mauro… él es mi esposo. Mi lealtad… mis deberes están con él, y con los Petrovich.
Harry sintió que un puñal se clavaba en su corazón.
Había soñado con este momento de redención, con la posibilidad de reconstruir lo que habían perdido. Pero el fantasma de Mauro, su presencia inquebrantable en la vida de Lydia, siempre había estado allí.
—No tienes que irte —dijo Harry, su voz áspera, una súplica desesperada—. Quédate. Aquí puedes ser libre.
Lydia negó con la cabeza, una lágrima solitaria deslizándose por su mejilla.
—No puedo. No soy libre. Mis decisiones… mis responsabilidades… son más grandes que nosotros. Y Zora sigue siendo una amenaza. Los recursos de los Petrovich son necesarios.
Harry se acercó a ella, tomándola entre sus brazos. El abrazo fue desesperado, un adiós silencioso que se grabaría en su memoria para siempre. En ese momento, las palabras sobraban. La lealtad, el deber, el precio de una vida construida sobre los cimientos de la obligación, se interponían entre ellos.
—Te amo, Harry —susurró Lydia, su voz ahogada.
—Yo también te amo, Lydia —respondió Harry, la verdad en sus palabras un eco de un pasado que nunca habían podido olvidar.
A la mañana siguiente, el jet de los Petrovich esperaba en la pista.
El adiós fue rápido, una mezcla de dolor y una comprensión forzada.
Elena abrazó a Lydia, una despedida silenciosa entre dos mujeres que compartían la comprensión del amor y el sacrificio. Nicolai, aunque triste, miró a Lydia con gratitud. Él entendía el peso de las elecciones de su tía.
Cuando el avión despegó, Harry observó cómo se alejaba, llevándose consigo la promesa de un futuro que nunca sería.
Se sentía vacío, el hombro donde había estado la herida de Zora pulsando con un dolor fantasma. La ironía era cruel: habían derrotado a un enemigo externo, pero las batallas internas, los conflictos de lealtad y los sacrificios personales, seguían librándose.
De vuelta en Tokio, el recibimiento de Mauro fue frío, pero eficiente. No hubo mención de la Patagonia, ni del tiempo que Lydia había pasado con Harry. Era como si ese capítulo nunca hubiera existido. Lydia se sumergió de nuevo en el trabajo, en el laboratorio, en la supervisión de Theo y Mika, una barrera de profesionalismo que ocultaba el dolor de su corazón.
Mauro la observaba, sus ojos indescifrables. Había ganado, una vez más, el control sobre Lydia. Pero en el silencio de las noches en el penthouse, Lydia sentía el eco de un amor perdido, el recuerdo del sol de la Patagonia y el tacto de Harry, un contraste doloroso con la fría realidad de su vida.
Mientras la investigación de la flor negra avanzaba bajo el liderazgo de Theo y Mika, desvelando sus misterios y su potencial para la armonización, Lydia sentía un propósito renovado. Sabía que su lugar, por muy doloroso que fuera, estaba en los Petrovich, guiando la ciencia, protegiendo a Theo y Mika, y vigilando a Zora, quien aún permanecía en las sombras.
Harry, en la Patagonia, encontró consuelo en la presencia de Elena y Nicolai. La amenaza de Zora había sido contenida, pero el verdadero costo de la guerra, el sacrificio personal y el precio de la lealtad, resonaban en su corazón.
La flor negra, ahora un símbolo de esperanza y peligro, seguiría tejiendo el destino de los Petrovich, pero Lydia y Harry lo enfrentarían desde mundos separados, unidos por un amor que se negaba a morir, pero separados por un deber inquebrantable.
El adiós silencioso en la pista de aterrizaje de la Patagonia sería el epílogo de su historia de amor, y el prólogo de una nueva batalla por el futuro del mundo.
La ausencia de Lydia en la Patagonia dejó un vacío palpable.
Para Harry, cada rincón de la cabaña parecía susurrar su nombre, cada silencio estaba cargado con el eco de su adiós. Se sumergió en la rutina con Elena y Nicolai, buscando consuelo en la simplicidad de sus días.
Harry dedicó tiempo a enseñar a Nicolai sobre la vida en la naturaleza, a perfeccionar sus habilidades de supervivencia, sabiendo que su hijo ahora poseía un regalo —y una vulnerabilidad— que requeriría una fuerza excepcional.
Observaba a Nicolai mientras este, con los ojos cerrados, parecía percibir la energía de la tierra, una conexión más profunda que la mera vista o el oído. La flor negra ya no era una amenaza abstracta; era parte de su hijo, un misterio a proteger.
#960 en Thriller
#370 en Suspenso
#2541 en Otros
#445 en Acción
estrategia, mafia amor violencia, amor descilucion venganza y ciencia
Editado: 12.07.2025