La tensión entre los hermanos Petrovich era un telón de fondo constante en la nueva realidad que la flor negra había forjado.
La derrota de Anya había consolidado el poder de Mauro, sí, pero también había expuesto la inquebrantable conexión entre Harry y Lydia, una chispa que ni años de distancia ni el matrimonio de Lydia habían logrado apagar.
Una tarde, en la sala de seguridad de alta tecnología del penthouse de Tokio, Mauro encontró a Harry revisando los protocolos para la custodia de Anya.
El ambiente era denso con la calma forzada que ambos hermanos mantenían.
—La contención de Anya es compleja —dijo Mauro, su voz gélida—. Su mente sigue siendo un laberinto, incluso sin la conexión directa con la flor.
Harry asintió, sin apartar la vista de los monitores.
—Anya es peligrosa incluso en su estado actual. Su obsesión es lo que la impulsaba.
Hubo un silencio, cargado de todo lo no dicho.
Mauro se acercó a la mesa, sus ojos fijos en Harry.
—Y Lydia es indispensable para la investigación de la flor. Su conocimiento es clave.
Harry sintió la provocación, el sutil recordatorio de la posición de Lydia.
Levantó la vista, sus ojos encontrándose con la mirada fría de Mauro.
La familiaridad de esa confrontación, la vieja rivalidad, resurgió.
—Lo sé —respondió Harry, su voz baja, casi un susurro que portaba la promesa de una tormenta—. Y sé que Theo y Mika la necesitan. Pero no soy el único que se da cuenta de que esa conexión entre ustedes es más que profesional. Que lo que pasó en la Patagonia… no fue solo la presión de la misión.
Mauro apretó la mandíbula.
La paciencia de Harry se había agotado.
—¿Y qué estás insinuando, hermano? —preguntó Mauro, su voz ahora con un filo helado.
Harry dio un paso al frente, la distancia entre ellos disminuyendo.
Su voz se elevó ligeramente, cargada de una furia contenida que había guardado por demasiado tiempo.
—Estoy insinuando que veo lo que está pasando. Que ella te ama. Y que tú la amas a ella. Y que tu matrimonio con ella, es una farsa.
El aire en la habitación se tensó hasta el punto de ruptura.
La flor negra en el Jardín de las Maravillas, a kilómetros de distancia, reaccionó.
Theo y Mika, absortos en sus estudios, sintieron una perturbación.
No era la discordia de Anya, sino una vibración intensa, un choque de voluntades.
El pequeño espécimen de la flor osciló, su luz dorada parpadeando en púrpura por un instante.
—¡Estío Harry y el tío Mauro! —exclamó Theo, sus ojos abriéndose, sintiendo la furia que emanaba de la conexión de la flor.
Mika asintió, su rostro pálido.
—Es un conflicto personal. Una frecuencia de resentimiento profunda.
En la Patagonia, Nicolai se encogió, la misma punzada de dolor que había sentido durante el ataque de Anya reapareciendo.
La sombra compartida de las emociones de sus padres y su tío lo abrumaba.
Elena, que estaba con él, sintió el cambio en el ambiente, una opresión que no era física.
De vuelta en Tokio, Mauro lanzó un puñetazo, un golpe rápido y cargado de rabia que Harry esquivó por poco. El vaso de agua sobre una mesa cercana se volcó, derramándose sobre los controles.
—¡Ella es mi esposa! —siseó Mauro, su voz apenas controlada—. ¡Y su lealtad a los Petrovich es inquebrantable! ¡Tú no sabes nada de su vida!
Harry retrocedió, sus ojos fijos en los de su hermano.
La vieja herida entre ellos, el abandono de Mauro, la soledad de Harry, todo eso se había convertido en una cicatriz. Pero ahora, la cicatriz se había abierto.
—Sé lo suficiente como para saber que ella no es feliz —dijo Harry, su voz cargada de un dolor que se mezclaba con la ira—. Y sé lo que ella siente por mí.
Mauro se rió, un sonido áspero y sin humor.
—Estás soñando. Ella nunca te dejaría. Su vida, su carrera, están aquí. Conmigo.
Fue entonces cuando Harry dijo las palabras que habían estado gestándose en su mente, la cruel estrategia nacida de su propia desesperación.
—Ya lo veremos —dijo Harry, su mirada fría y dura—. Tengo una estrategia para perderla. Para hacer que ella misma decida que no vale la pena seguir contigo. Que su lugar… es contigo...
Las palabras golpearon a Mauro con la fuerza de un rayo. Su rostro se contorsionó en una máscara de incredulidad y furia. La amenaza, velada por la estrategia, era una declaración de guerra.
—Más te vale, Harry —respondió Mauro, su voz un susurro cargado de veneno, sus ojos destellando con una luz peligrosa—. Más te vale, porque esa mujer, Lydia, es mi esposa, no tuya. Tu esposa te está esperando con tu hijo.
La mención de Elena y Nicolai golpeó a Harry.
Era un golpe bajo, un recordatorio de su propia familia, de las elecciones que había hecho. Pero la ira y la determinación en sus ojos no disminuyeron.
La frecuencia de resentimiento en la flor negra se disparó, sintiendo el desgarro.
En la Patagonia, Elena escuchó las últimas palabras de Mauro, la frialdad de su voz, y la respuesta de Harry. Sintió el impacto en el aire, el nudo en su propio estómago.
Su rostro, hasta entonces tranquilo, se endureció.
El dolor por las palabras de Harry fue un golpe traicionero.
La flor negra en el Jardín de las Maravillas no solo sintió el choque entre los hermanos, sino también la punzada de dolor de Elena, el sufrimiento de Nicolai.
La nueva amenaza no venía de Anya o Zora.
Venía de las divisiones dentro de ellos mismos.
La guerra no era solo externa; era interna.
Y la batalla por Lydia, por el corazón de la flor, y por el alma de sus familias, acababa de comenzar.
El eco de la confrontación entre Harry y Mauro reverberó más allá de las paredes del penthouse, alcanzando las almas interconectadas de aquellos tocados por la flor negra.
En la Patagonia, Elena se quedó inmóvil, las palabras de Mauro y la fría respuesta de Harry resonando en sus oídos.
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Editado: 12.07.2025